Apunte anecdótico del Señor Cardenal de Madrid.

No había caído en la cuenta de la anécdota hasta que los últimos escarceos cardenalicios relativos a unos tapices y a una parroquia en trance de ser clausurada me la han expurgado del recuerdo.
Es más, estos últimos hechos son los que, al rebufo de tal recuerdo, me han dado qué pensar respecto al carácter cristiano, apostólico y pastoral de tan ilustre personaje.
Dice la prensa que la decisión de clausurar la parroquia de San Carlos Borromeo ha venido directamente de Roma por denuncias reiteradas de fieles apostólico-romanos y que ésa no hubiera sido voluntad ni decisión del “señor cardenal”.
Pero los hechos son tozudos y así aparecen ante la feligresía: Rouco es la máxima autoridad en Madrid y si él no hubiera querido, habría hecho lo indecible para desviar tal decisión. Rouco es maestro en deshacer sin hacer, en tirar la piedra por mano de otro, en aparecer desapareciendo, en hablar por interfonos modulando la voz, en ser él pero sin que se note.
Vaya ahora mi anécdota.
Hacia poco tiempo que había tomado posesión de la Archidiócesis de Madrid, año 1994, no sabría decir si semanas o meses, un nuevo cardenal, Don Antonio María Rouco Varela. Fue noticia en los telediarios y, lógicamente, en las parroquias de Madrid. Su figura era sobradamente conocida y reconocida.
Caminaba yo hacia el Corte Inglés de la C/ Preciados, entrada trasera, por la acera donde abre sus puertas el Convento de las Descalzas. Al final de esa calle, haciendo esquina con C/ Maestro Victoria, se encuentra una sucursal de La Casa del Libro. Al acceder a dicha calle me sorprendieron unas expresiones airadas y altisonantes. Ni siquiera me volví a mirarles de frente, aunque percibí de soslayo algo así como tres personas discutiendo.
Pero no era discusión, era una soberana bronca de uno de de ellos hacia los otros dos. La calle, en otras horas concurrida, estaba semidesierta. Sus palabras eran sonoras, vehementes, casi ultrajantes. Y quienes las recibían eran dos personajes altos, fornidos, que luego pensé podrían ser guardaespaldas. Frente a ellos, el personaje recalentado apenas si hubiera tenido media bofetada.
Casi hasta me dio pena por ellos: cómo en un lugar público, cómo dos personas adultas, cómo alguien les podía hablar de esa manera... No llegué a recoger el contenido de tal sermón mañanero y callejoniano. La bronca era monumental. Ya han pasado doce años de aquello y todavía puedo recordarlo.
Quizá, pensé luego, fuese una profunda digresión teológica, una discrepancia doctrinal, una advertencia apodíctica ante desvaríos doctrinales de alguien de los suyos, pero ambos más tenían apariencia de abrepuertas y presentacredenciales que de teólogos verbeneros.
La bronca seguía y continuó el tiempo que tardé yo en cruzar Maestro Victoria. Dado el grado de ensañamiento verbal, no pude por menos de volverme ya en la grada de acceso al Corte Inglés. Cuál fue mi sorpresa cuando advertí que quien increpaba a los otros dos era el mismísimo recién estrenado Cardenal de Madrid, Rouco Varela, vestido con una sotana negra. Como lo vi lo cuento.
Terminada la diatriba, filípica o reprimenda, uno de ellos introdujo la llave en la cerradura del edificio aledaño a la Casa del Libro y los tres desaparecieron en su interior. Yo me quedé pensando: “¡Vaya, cómo se las gasta el nuevo Cardenal de Madrid!”.
Y ésa fue la primera y definitiva imagen que se me quedó de tan ilustre y prócer figura: sermoneador callejero u homilético vespertino, sin variar de condición. Lógicamente por este tamiz pasaron luego sus seriedades, su faz cetrina, sus gafas negras, incluso su risa encorsetada, sus intervenciones públicas, sus bautizos reales, sus rifirrafes inmobiliarios, su hacer intermediado por mor de "fidelidades" inmarcesibles.
¿Es así en la intimidad el señor cardenal? ¿O es un personaje capaz de tirarse por el suelo para jugar con niños venidos de fronteras lejanas?
Bien es verdad que todos somos lo uno y lo otro.