Fenomenología somera de nuestra Iglesia.

Decimos “nuestra” porque a la fuerza nos tenemos que referir a la que es y pretende seguir siendo "nuestra omnipresente religión", la que nos es más cercana, la de toda la vida, la que año tras año desfila por pueblos y ciudades exhibiendo sus lábaros, la que llena los calendarios de santos nominados, la que busca el beneplácito del poder para continuar su loable y necesaria labor salvadora, la que entierra a nuestros muertos, la que marca con sus torres los hitos en el horizonte, la que monopoliza los monumentos de pueblos y ciudades...

La Iglesia católica, la corroída por el virus burocrático y hoy, según el espejo español, se las ve y se las desea para encontrar repuestos y la que siempre ha mostrado una desconfianza visceral respecto a las siempre sumisas ovejas. Ésa que, después de “ovinizar” concienzudamente a la grey, se encuentra sin pastores y sin perros ovejeros.

Hay multitud de asuntos que bien podrían llevar con mayor profesionalidad los seglares, incluso en aspectos dogmáticos o disciplinares. Pues no. La suspicacia hacia ellos es mayúscula e insalvable. A la fuerza han de ser todos menores de edad en una Iglesia eterna. Pasmo y sonrisa sardónica producirían preguntas como las que siguen:

  • ¿Podrían admitir... otra doctrina sobre el "Reino de Dios" sin mezcla de terrenal?
  • ¿Cómo sería ese reino de amor que deja traslucir el mensaje del Jueves Santo?
  • ¿Reino donde sobran jerarquías?
  • ¿Creyentes convencidos dentro de un movimiento de amor universal?
  • ¿Reino donde sobran los tribunales eclesiásticos?
  • ¿Reino sin exacción de impuestos?
  • ¿Reino donde se tuvieran en cuenta las opiniones discrepantes o discordantes?
  • ¿Reino donde primara la igualdad de hijos de Dios?
  • ¿Reino marcado por un modelo de corresponsabilidad?

La respuesta lógica del estamento clerical no podría ser otra: --¡Pero qué dice! ¿¡Está loco!?

No es de extrañar que ante el panorama que presenta esta vetusta institución se produzcan reacciones, unas de resignación y otras de rebeldía, con diversidad de escapadas vitalistas. Hurgando en el tinglado crédulo, encontramos:

  • sacerdotes o clérigos comprometidos con la vida que huyen de la burocracia hacia tareas humanas y humanitarias;
  • prestes y frailes que vegetan y viven sin vivir, siempre del montón, antes y después, y que dicen ya haber cumplido;
  • en el reino de los pastores de almas, los que abandonan este pudridero de ideas y engrosan las filas de “ex” o “anti”;
  • por su parte, las ovejas y corderos de la grey del Señor que se llenan de dudas acerca de la santidad de dicha Iglesia y en tal zozobra se mueven y mueren;
  • otros hay que, siguiendo dentro, se refugian en movimientos ultra espiritualistas, fundamentalistas o integristas;
  • y otros que compaginan ritos que son parte de sus hábitos sociales con adhesión a sectas pletóricas de gozo y alborozo;
  • incluso encontramos casos raros de quienes, sintiéndose espirituales, ven mayor vitalidad en el budismo, el yoga o el zen.

Fácil es saber el número de bautizados, legalmente católicos, que hay: recuento estadístico para definir a la Iglesia como “Sociedad Estadística de Bautizados”. Más difícil sería cuantificar la cantidad total de católicos considerados “fieles, cumplidores, con un mínimo de conocimientos dogmáticos que tratan de acomodar su vida al espíritu del Evangelio”.

Los criterios para contabilizar creyentes pueden ser de lo más heterogéneo. ¿Los bautizados? ¿Los que "cumplen con el domingo"? ¿Los que viven espiritualmente su religión? Del número ingente de bautizados que integran el rebaño católico --¿1.000, 1.300, 1.500 millones?-- si comenzamos a quitar y quitar y quitar para llegar a esos que definimos como "fieles cumplidores...", quizá no lleguen a 70 millones, cantidad, por otra parte y cuidado, enorme y digna de tener en cuenta. Las cifras no importan tanto cuanto las categorías.

Lógicamente los que se retiran de esa lista engrosan la cantidad de los por ellos llamados “indiferentes”, agnósticos” o “los que transmigran” a otros credos más humanos o más vitalistas. 

En esa amalgama de fieles cumplidores podríamos diferenciar dos grupos: los conformistas y los inconformistas, por llamar así a quienes están a gusto con lo que es y ha sido la Iglesia tradicional y los que no admiten ni en su fuero interno ni muchas veces externo la deriva de la Institución “divina”.

Para los primeros la Iglesia no tiene ni puede ni debe evolucionar; es eterna, inconmovible e inamovible; los otros en cambio perciben que se cuartea, que se está diluyendo, que camina hacia la marginalidad social y, a la postre, hacia la desaparición.

Son éstos los que con más intranquilidad o desasosiego viven su caminar eclesial. Sólo tienen estas  vías posibles: seguir acatando todo, siempre al límite y hasta que la úlcera del inconformismo reviente; encerrarse en una religión interior individualizada e individualista; alzarse con el lábaro de la rebelión, con peligro de ser excluidos de la grey;  o abandonar.

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