¿Hace falta ser religioso, creyente, para hacer música sacra?

Escucho en Radio Clásica esta pregunta… Con frecuencia me he interpelado a mí mismo en el mismo sentido, si es posible hacer música religiosa sin creer en las palabras que canta; si el compositor  parte de una religiosidad profunda cuando escribe páginas tan maravillosas como… ¿Qué características tiene la música religiosa? ¿Se puede diferenciar de la profana? ¿Cómo y en qué?

Tales preguntas me llevan a hacer un repaso de mi experiencia musical, intérprete de obras tanto de orden religioso como profano, y a bucear en el inmenso legado que España posee de música religiosa, a la altura de lo que en literatura conservamos o en arquitectura vemos. Desgraciadamente, legado desconocido por la inmensa mayoría, dada la ausencia de tales contenidos en la instrucción escolar. La música o, al menos, cultura musical ha sido, hasta ayer, asignatura vetada.

Las preguntas se refieren a la especificidad de la música religiosa, que incide también a su interpretación.  ¿Siente el compositor una inspiración especial, divina, cuando escribe música para el culto?  ¿Qué es lo que mueve al artista para convertirse en poeta de los sonidos?

No vamos a hablar ni podemos referirnos al canto gregoriano, que la Iglesia ha considerado “tal” música como la suya propia, la verdaderamente religiosa [Constitución Apostólica “Musicae sacrae disciplina” de Pío X]. Sus características de fraseo, modalidad, ritmo  y entonación son especialísimas, tan diferentes de la música mensural y tonal, que hunden sus raíces en periodos desconocidos, porque, lógicamente, nada se conserva de la sonoridad egipcia, griega o romana.

Si el canto gregoriano es el paradigma de la música religiosa, habría que pensar que la otra música es religiosa en tanto en cuanto bebe de las fuentes gregorianas o se parece de alguna manera al canto litúrgico, cosa que no es así.

Pero el asunto cambia de significado cuando hablamos de las otras músicas, las polifónicas vocales, y más todavía cuando hablamos de obras estrictamente instrumentales. El texto en las obras vocales puede inducir a respuestas sesgadas: “Es música religiosa si el texto es religioso”, lo cual no es cierto en modo alguno.

El legado polifónico español lógicamente ha de referirse a partituras que se conservan y que son re-interpretables. Y podemos decir que comenzó a preservarse en el siglo XIII, reventando en todo su esplendor primaveral en el siglo XVI y siguientes. Tal legado es inmenso, en cantidad y sobre todo en calidad. En Francia,  composiciones religiosas fueron los “órgana” y los tropos, que nacieron un siglo antes.

Pero la música  se hizo tanto vocal como instrumental.  En esas épocas primerizas había diferenciación clara entre la música que se podía emplear en los templos, que era el gregoriano o el canto mozárabe,  y la que se componía para interpretar en la corte. Del siglo XII no encontramos en España composiciones de la “Ars Antiqua” para el culto como los “motetes” de Leonin o Perotin interpretados en fiestas solemnes en Notre Dame de París.

Vistas con ojos actuales  las Cantigas a Santa María de Alfonso X, siglo XIII, la mayor parte de tales obras bien podrían ser interpretadas en los actos de culto actual. De hecho se interpretan.  En su tiempo hubiera sido impensable, por más que los textos fueran milagros o loas a la Virgen, es decir, religiosos.  Se hubieran visto como cantos populares o danzas introducidas en el templo con calzador:  ¡herejía!

La trayectoria de la mayor parte de los compositores de iglesia de los siglos XVI, XVII e incluso XVIII fue similar en y para todos: si eran niños de buena voz, podían tener la vida asegurada. Ingresan y se forman en la escuela de cantorcicos de catedrales e iglesias; llegan a ser ayudantes de órgano, luego titulares; se hacen cargo de la capilla musical; se obligan a componer música para las distintas festividades; a la par, tienen a su cargo la educación de los niños de coro; opositan a sedes mejor remuneradas hasta alcanzar la posición por ellos deseada. Varían los lugares, pero no los oficios.  La convocatoria para puesto de maestro de capilla en tal o cual diócesis se publica en todas las sedes eclesiásticas importantes.

Conocemos los más señeros entre ellos, Cristóbal de Morales (1500-1553); Francisco Guerrero (1528-1599), curiosamente de la misma edad que Felipe II (1527-1598), que hizo exclamar a Carlos V su “hi de puta” al escuchar su misa “Mille regretz” en Yuste; Tomás Luis de Victoria (1548-1611), también contemporáneo en edad de Miguel de Cervantes (1547-1616). Pero la pléyade de “grandes” compositores de la Edad de Oro española es abrumadora.

Soles de primera magnitud que no eclipsan a otros astros que brillaron en el horizonte español. Solamente en el reinado de Felipe II encontramos a José Bernal, Ginés de Boluda, Diego del Castillo, Francisco y su hermano Rodrigo Ceballos, Juan Bautista Comes, Bartolomé de Escobedo, Mateo Flecha y su sobrino Mateo Flecha, Fernando de las Infantas, Francisco Soto de Langa, el iracundo Navarro, maestro de Victoria, Juan Pujol… 

Nos hemos desviado del asunto medular, la inspiración, pero no es cuestión de volver atrás ni reconducir el discurso que ha salido “de corrido”. Quizá mañana volvamos  a ello para, en cierto modo, contradecir a aquellos que poco más o menos harían santo a Juan Sebastián Bach si hubiera pertenecido a la Iglesia Católica.

Volver arriba