Imposible persuadir a un creyente.

En el lenguaje común, al bienintencionado, al "buenista", al confiado, al que piensa bien de los demás, al que confía en el mensaje de los políticos... le suelen decir: "¿Pero todavía sigues creyendo en cuentos de niño?"
Otro tanto podríamos decir de aquellos que se entregan a mensajes salvadores, que recitan mantras de credos, a aquellos piadosos crédulos que hablan de tú a tú con una sustancia que dicen que no es tal sustancia...
Los tales, por su parte, se defienden atacando a quienes hacemos proselitismo en pro de la cordura y del sentido común tachándonos de todo: ateos, laicistas, demonios, pervertidos, asesinos de la fe, carentes de respeto...
Incluso hay un manifestante solitario que, diariamente y desde hace cinco años, agita una pancarta raída por el tiempo y por el salitre del carcajeo, cuyo único título es "Necio".
¿No perciben la contradicción en la que incurren? ¿No se dan cuenta de que sus invectivas les son aplicables con mayor propiedad? Razonan aplicando el credo de "sincredismo" a los que pretenden razonar
¿Qué podemos pensar nosotros de quienes van por la vida levantando catedrales y acaparando haciendas para convencer a los incautos de que ahí está escondida una deidad que gobierna nuestras vidas? Y, porque sus obras les delatan, muchos de ellos saben y están convencidos de que todo eso es una patraña bien urdida.
Y cuando, de buena fe, tratamos de hacerles "entrar en razón", siempre esgrimen motivos o argumentos "razonables" --que no racionales-- la mayor parte extractados de sus mismas creencias. A ellos que se agarran y contra ellos se estrellarán todos los intentos de persuasión por la vía de la evidencia:
Creo, dicen,
Porque quiero creer. Es mi libertad.
Porque además Dios me ayuda a creer
Porque Dios ha insuflado en mí la fe
Porque Dios no me puede engañar
Porque lo incomprensible no se puede razonar
Porque, si no creyera, no tendría sentido mi vida
Porque siento dentro de mi la seguridad de lo eterno, de algo inconmovible.
Suelen ser razones adventicias, como el tiempo litúrgico, sobrevenidas, insufladas, inducidas, repetidas "ad nauseam" para logar el convencimiento, arrastradas desde la niñez...
Se auto convence el crédulo fundando su vida en otro mundo de ilusiones, sin caer en la cuenta de que ese tal "otro mundo" no existe: sólo está la cruda realidad. Cualquier aspecto de lo que cree es una suplantación de una realidad no aceptada.
Las reglas de juego comunes a las que su mente debería someterse no le sirven, primero porque su mente está abotargada por vivencias inmediatas y segundo porque dichas reglas, per se, suelen dar de lado a la "vivencia".
Entre la evidencia científica y la seguridad del sentimiento, se agarra a una seguridad para él evidente, que, paradójicamente, proviene de lo no evidente.
También la histeria de conversión produce enfermedades "reales".