Mataba la iglesia con palabras…

...pero al fin la palabra quedó vacía.


Aparece en el evangelio una frase que varias veces hemos traído a colación en este blog a propósito del uso de las palabras y su significado. La amonestación de Jesús resucitado a Tomás termina así: “…y no seas incrédulo sino creyente”, la traducción más aceptada de varias posibles, que mis “biblias” traducen así:

CEE: “…y no seas incrédulo sino creyente
Biblia de Jerusalén: “…y no seas incrédulo sino creyente”.
Franquesa y Solé: “…y no seas incrédulo sino creyente”.
Nácar-Colunga: “…y no seas incrédulo sino fiel”.
Cantera-Pabón: “…y no te hagas incrédulo sino fiel”.
King James: “…and be not faithless but believing”.

En buena lógica gramatical y dado que incrédulo es término negativo, el positivo de tal palabra no debiera ser ni creyente ni fiel, debiera ser “crédulo”. Pero ya sabemos, crédulo tiene excesivas connotaciones denigrantes para el buen sentido de los traductores. Recordamos que muchos términos del habla no tienen sólo un significado directo –significado o poder denotativo--, también se usan en su significación añadida, con todo su poder connotativo.

El mundo de la credulidad ha sabido usar de manera muy sibilina los términos para llegar a revestir el tinglado de la creencia con ropajes dignos, exuberantes, esplendorosos y hasta nobles. Todo es señorial en la creencia. Las palabras han trabajado lo suyo.

Acudo presuroso estimulado por el comentario de no sé ahora quién referido a determinadas palabras, palabras que no son tan inofensivas como pudiera indicar aquel "verba volant" cual flechas de parabólica trayectoria.

Junto al término “incrédulos” se yergue otro no menos cáustico y mortífero, el nefando término de "ateo" con que califican a quienes se ponen enfrente de sus posturas pseudo seguras (cualquier viento crítico hace temblar).

En el invento de las cosas también está el invento de las palabras. ¡El misterio de las cosas! Tenemos las palabras para romper el misterio encerrado en la naturaleza. Sin palabra no hay concepto y sin concepto no hay realidad. ¡Cuánta filosofía encerrada en tal enunciado! La palabra es la realidad. Y si no, que se lo digan al Dios trinitario.

Pero las palabras tienen otro componente añadido, el de provocación, defensa o sugestión. Es el poder connotativo de la palabra. Y como aquí estamos en ambiente super-lativo, hemos de referirnos a un detalle semántico muy usado por el mundillo crédulo: la descalificación por la palabra.

El detalle: al que cree en Dios se le llama “creyente” y al que no, “in-crédulo”. Jesús le dice a Tomás: "No seas incrédulo..." No dice "increyente", dice "incrédulo"(es la traducción que la biblia que yo uso). Un leve cambio en los términos ya deja ver una no tan leve diferencia: si llamamos al que cree, “crédulo” y al que no cree, “no creyente” o increyente, ¿no se percibe un ligero matiz descalificatorio para el primero?

Ésa es una batalla, la de las denominaciones, que hasta ahora había ganado el estamento ligado a la credulidad. Hora es que perciban el vaho de su propia solfatara. Ellos, los crédulos, definen a quien no comulga con sus iluminaciones con palabras pretendidamente ofensivas: ateos, antirreligiosos, incrédulos, etc. Si todavía les consideran “de los suyos” les denominan con la nefanda palabra de herejes.

Pues también va siendo hora de redefinir al que no cree con términos positivos, por ejemplo, “razonador o pensador” O quizá, como hemos venido repitiendo, “persona normal”. Es preciso inventar e inventariar términos adecuados tanto para unos como para otros porque la realidad es bien distinta a la que "ellos" pretenden imponer.

Realidad expresada en términos en modo alguno injuriosos, pero sí acordes con la misma, dado que hay un sinfín de "pensantes" que han percibido la nadería de los credos y ésa es la verdadera realidad. Dichos términos nunca serán lo suficientemente descalificadores, porque la mayor descalificación es la dejación mental de que los creyentes hacen gala. Al instalarse en la mente y en el uso y ser de dominio social, desvirtuarán todo el poder de ensoñación que tienen las palabras.

Veamos por dónde van las intenciones: no es lo mismo ser creyente que crédulo, devoto que santurrón; místico que iluminado; anacoreta que misántropo; espiritual que espiritista o fanático. Podemos añadir e inventar las de timorato, teísta, teófilo, deísta, credoide, teocredista, etc.

Y pasando de la terminología a la fraseología, encontraríamos variantes definitorias más que curiosas, porque la definición de Iglesia como “comunidad de todos los creyentes y santos” trocaría en Iglesia como “comunidad de todos los crédulos y santurrones entregados de forma fanática a prácticas mágicas o espiritistas”.

¡Ah, el poder de la palabra!

Y no se ofendan. Eso es lo que secularmente ha hecho la Santa Madre Iglesia con todos aquellos amadísimos hijos suyos díscolos, rebeldes y torcidos. Porque, a fin de cuentas, y por el efecto del bautismo, hijos suyos siguen siendo. Ovejas que se han perdido (el término "descarriadas" también se ha embadurnado de matices torticeros).

De todas formas, sobraría este excursus si cayeran en la cuenta de algo más enjundioso: el dardo definitorio "ateo" ha perdido toda su carga semántica porque la realidad "Dios" cada vez se ve más como "ente parido por imaginaciones menesterosas de valimiento" sin entidad real alguna. Si la realidad no existe, tampoco la palabra. Que digan lo que quieran. Ya el término es insustancial, no ofende. Sólo hay ateos entre los que deambulan por sus lares... y cada vez son menos y con menos prestancia social.

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