Meditación propia de este día: ¿morir naturalmente? ¿vivir eternamente?.

Es hecho convertido en convicción sabida y asumida la inexorable paradoja de que "vivimos para morir”. Todos lo sabemos; pero no terminamos de creérnoslo. O vivimos de espaldas a ello haciendo malabarismos para que tal idea sea soslayada como sea.
Vivimos como si no fuéramos a morir. Aquel “polvo eres y en polvo te has de convertir” ya no nos asusta ni nos preocupa como a nuestros ancestros. Y hacemos cínicamente mofa, parodia y sarcasmo de la muerte, sobre todo en Carnavales.
Es más, hasta hemos resucitado el "culto a la vida”, el vivir al día, Carpe diem, quam minimum credula postero(“Aprovecha el día, no confíes en el mañana”) del poeta Horacio. Eso por una parte. Por otra la vivencia de un eterno mañana.
La muerte es una realidad presente en todo el contexto de nuestra condición humana y de las relaciones sociales; cualquiera que sea, todo acontecimiento es “portador de muerte”; la vemos ya como algo nuestro, a diario, fines de semana, puentes y vacaciones, derrumbes, terrorismo, violencia doméstica, terremotos... Desde que nacemos, estamos abocados a la muerte. Es la única verdad infalible.
Se trata de un desafío, porque la aspiración fundamental de la persona es vivir...
¿Qué ocurriría si no existiera la muerte? Envejeceríamos “eternamente”.
¿Tendría sentido nuestra vida en este hipotético supuesto? ¿Vivir para qué? ¿Un futuro sin final o un final sin futuro? Como consecuencia de este dilema, de ese rabioso deseo animal de supervivencia, instinto, en todas las religiones, principalmente las monoteístas, se abre un espacio después de la muerte, un Nirvana, un Paraíso, un Cielo ¡o un Infierno! (que ni los papas últimos se ponen de acuerdo en si existe o no).
¿Hay vida después de la vida? ¿Qué nos preocupa de verdad en nuestra existencia, el “Más Allá” o el “Más Acá”?
Tras la ineludible muerte, irrevocable consecuencia de divina sentencia inapelable, se presentan dos virtuales expectativas: Que haya algo o que no haya nada.
1.- Sí, hay algo: Lo trascendente.
Es la espera-esperanza cristiana. En las misas de difuntos se reza: “Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la esperanza de nuestra feliz resurrección”.
En esta mentalidad, se cree que sí; que, “al final”, resucitaremos y, primero nuestra alma y luego nuestro cuerpo “irán al cielo” (¡o al infierno eterno!). Desde luego, nadie piensa que nos vamos a “librar de la muerte” por mucho remiendo que le echemos al paño. Y así, la vida de estos creyentes se enajena, se hipoteca.
Valgan dos botones de muestra:
“Ya no vivo yo. Es Cristo quien vive en mí.” “Mi vida es Cristo; y morir, una ganancia” (Pablo, el de Tarso)
“Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”. (Teresa de Cepeda)
Parece el grito desgarrado de personas que estuviesen hartas de la vida; acuciosos que apenas pudiesen esperar unos segundos más para alcanzar el cielo; desengañados que ya no pueden soportar más el hastío de la vida.
No son “ellos” quienes “definen su propia existencia”. En ellos no manda su razón, ni su voluntad, ni su hambre de vivir. Al contrario, “El morir es ganancia”. “Muero porque no muero”.
Reconozco que éstos son paradójicos extremismos; que el común de los creyentes, viven la vida, el carpe diem, a tope. Se entregan en mayor medida a lo que les llena: sus “labores”, sus aficiones, sus tertulias, sus pasatiempos...
Sí, pero también tratan de hacer méritos para ganarse ese trocito de cielo prometido. Aceptan el más acá, pero les preocupa no poco el “porsiacaso” más allá. En lugar de dar lo mejor de sí mismos para hacer que esta efímera vida sea feliz y plena para todos, el creyente vive para la hipotética “otra vida”. Confrontan la muerte y el más allá con la vida y el más acá.
Y cumplen para satisfacer sus obligados compromisos adquiridos con Dios. Lo que son y lo que hacen se mueve en función del premio a conseguir, subir al podio, obtener “medalla”, aunque sea de bronce. La vida eterna es una pignoración por parte de Dios y hay que satisfacerle las “mensualidades”; muchas veces, como en toda hipoteca, con el sufrimiento y la renuncia.
2.- No, no hay nada. Lo inmanente (que no lo “permanente”)..
“¿Por qué hay algo y no nada?”, se preguntaba Leibnitz.
En este supuesto, la cosa está clara: “C’est fini”. Se acabó. Se acabó yo, se acabó tú, se acabó lo que se daba. FIN.
Hay quien piensa que, por el simple hecho de no creer en alternativas ultraterrenas, las personas no son felices, porque viven sin esperanza, sin principios.
Para esta mentalidad, los incrédulos, agnósticos, ateos y toda la gama de irreligiosos son desdichados, viven amargados, atormentados. Su vida no tiene sentido. La vida los conduce al nihilismo, léase fatalismo. Falso de toda falsedad. Y por su experiencia social saben ya que eso no es así.
Pero hay algo que nos podemos plantear como humanos, como animales racionales. Vamos a ensayar un inteligente ejercicio de consideración.
La certeza de que tras la muerte ya no hay nada, ¿modificaría nuestra vida presente? ¿viviríamos de diferente manera? ¿cambiarían nuestros valores, nuestro comportamiento?... Por no existir un Más Allá, ¿malograríamos el Más Acá?
Por ejemplo, si “amamos al prójimo” porque lo exige la creencia, ¿cambiaríamos a la hostilidad?, ¿el amor lo trocaríamos por el odio?, ¿el altruismo por el egoísmo?
Si los mandamientos de Dios exigen “no matar” o “no robar”, ¿nos volveríamos, delincuentes, violentos, maltratadores, ladrones, inmorales...? Con seguridad, no. Seguiríamos siendo como somos aquí y ahora; no allí y “nosécuando”.
Lo que el hombre desea en la vida es sentirse bien consigo mismo y con los demás. Y según ese principio, actúa en coherencia con los propios valores. La vida es un compromiso, un empeño, una voluntad.
Y así, la muerte no sólo cobra sentido, sino que es lo que singulariza la orientación de nuestra vida.
Consecuentes con tal pensamiento y convicción, es obligado afirmar que son de una irracionalidad supina frases que son pura literatura, racional y vivencialmente absurdas: “vivo sin vivir en mí” o “muero porque no muero”