Moral (XII). Espiritualidad y experiencias inefables

Hay conceptos que suelen emplearse confusamente, como “materialismo” y “espiritualidad”. En filosofía, se entiende que un materialista es aquella persona que considera que la realidad se compone de materia, energía, seres vivos, etc., siendo las emociones, el pensamiento y las facultades racionales expresión directa de nuestros órganos, incluyendo su funcionalidad celular y sus elementos bioquímicos, e interacción con el ambiente.
En el lenguaje cotidiano, en cambio, ser materialista es vivir apegado a los intereses materiales (dinero, lujo…) o centrado en los placeres instintivos (comida, sexo) o en los vicios asociados a la dependencia evasiva, el descontrol pasional u otras dedicaciones egocéntricas contrarias al amor.
En este mismo lenguaje, una persona espiritual debería ser alguien dueño de sí mismo, capaz de amar, amigo de la lectura, que disfrute de la poesía, la música, el arte, la cultura, las buenas conversaciones, la metafísica, el conocimiento científico, la reflexión filosófica y el encuentro interior.
Aunque, en la práctica suele reducirse a “ser creyente”, cosa que tiene poco que ver con lo anterior, se restringe a un reducido aspecto doctrinal de la metafísica, y no nos dice prácticamente nada de una persona, toda vez que, en la práctica cotidiana, se dice tan a la ligera “soy creyente” que ni siquiera significa “pienso en que sobreviviré a mi muerte y algún día me encontraré con Dios”.
Como vimos, la religión ocupa un lugar muy secundario entre las inquietudes o temas de interés de los europeos en general y de los españoles en particular. En todo caso, si hablamos de “espiritualidad” no nos estamos centrando en creencias o increencias de índole religiosa. Hay espiritualidades pararreligiosas y completamente ajenas a cualquier creencia religiosa.
“A pesar de las fallidas predicciones del fin de las religiones (frente al auge de la cosmovisión científica), nuevas religiones y una nueva espiritualidad se abren paso. (…) Muchas personas abogan por autodenominarse espirituales y no religiosas, o incluso ateas"(1).
Para Comte-Sponville:
"Lo que confiere valor a una vida humana no es el hecho de que la persona en cuestión crea o no en Dios o en una vida después de la muerte […] ¡lo que da valor a una vida humana no es la fe, tampoco la esperanza, sino la cantidad de amor, de compasión y de justicia de que somos capaces!” (2)
Por otro lado, “la espiritualidad es algo demasiado importante para dejarlo en manos de los sacerdotes, los mulás o los espiritualistas. (…) El hombre es un animal metafísico (y) espiritual. (…) No podemos vivir nada mejor, más interesante ni más elevado. (…) Carecer de religión no es una razón para renunciar a toda vida espiritual”(3).
No importa que se crea que el pensamiento y el sentimiento nazcan de un órgano material, como el cerebro, o sean funciones de un alma netamente espiritual.
Los sentimientos son los mismos: amamos, nos emocionamos, contemplamos, bromeamos, reflexionamos, imaginamos, prevemos, reímos... y lo hacemos con indiferencia de que creamos que todo ello es fruto de la función de una serie de elementos materiales o de alguno inmaterial.
Pero la espiritualidad es algo que va más allá de lo mental y de lo psíquico: es apertura al infinito, a la poesía, al entendimiento de lo ilimitado, al cosmos, a la naturaleza, a la eternidad… Es una experiencia posible que no requiere creer en Dios, que es perfectamente posible sin creer en entes divinos.
Comte-Sponville entiende que “ser ateo no es negar la existencia del absoluto (…), es negar que el absoluto sea Dios.” Existen el universo, el conjunto de todas las relaciones, la naturaleza… Un Todo que no tiene por qué incluir un Dios, ni ningún ente espiritual, como –a juicio de Sponville- proponen, al tiempo, los materialistas, los naturalistas y los inmanentistas.
En realidad, la espiritualidad tiene un lugar que “no es el primero en el mundo, sino, al menos desde un punto de vista determinado, el más elevado en el hombre”. Aunque la naturaleza exista con independencia de la pensemos, “el espíritu”, aunque sea una potencialidad funcional, efecto de un órgano material, no deja de ser real.
No es preciso creer en Dios para experimentar el amor, la acción solidaria o compasiva, la fidelidad, la propia limitación frente a lo inmenso.
Seguimos concibiendo la posibilidad de un universo ilimitado y de un tiempo infinito. Y somos capaces de experimentar lo inefable, el misterio… Hay sensaciones místicas, recogidas y amigas del silencio, experiencias de contemplación y entendimiento armonizador ligadas a varias propuestas científicas.
Lo han expresado muchos científicos, en relación con su estudio de lo que sea: de la vida, del Cosmos, aun al cuestionarse “¿por qué hay algo en lugar de nada?” O “¿cómo se originó todo?”
También al estudiar las células, el sistema inmunitario, las relaciones entre seres vivos, las bases psiconeurológicas de nuestra conducta y de ciertas experiencias íntimas que consideramos únicas.
Hay metafísica y mística asociadas a las “experiencias cumbre” de Maslow, en el estado de “ataraxia” al que aspiraban Epicuro, los estoicos y los escépticos, en las experiencias anheladas por los neoplatónicos, en el despertar al que aspiran los budistas, en la fusión con la naturaleza -tan cara a Lao Tsé, Thoreau o Withman-, el lograr el camino inspirado del logos griego, el maat (equilibrio y armonía universal) egipcio, el tao de los taoístas, confucionistas y budistas zen, el estar en el presente (aquí y ahora, mente abierta, conciencia plena)…
Contamos con posibilidades de autoencuentro sublime. ¿Es esto religión? No, es espiritualidad. Hay modos -aprendizaje de actitudes, más que técnicas- de facilitarse armonía, grandeza de espíritu, apertura al entendimiento y al conocimiento de uno mismo. Luego, el silencio que comprende, sin tratar de encarrilar la razón.
La experiencia sublime. La música que nos envuelve bajo el cielo estrellado, la mirada que comprende, el amor que nace, el recuerdo de la experiencia de unión, y otra vez lo infinito, el pasado, la vida que renace, la poesía inherente a la naturaleza, al mar, a la lluvia que riega el mundo, los ojos que miran cómo se alegra la persona socorrida, cómo duele el sufrimiento del animal que quisiera recuperar a su cría… Y otra vez la mirada que ama y comprende, sin palabras.
Nada de esto depende de nuestra fe. Nos cabe lograr que ésta no lastre nuestras posibilidades espirituales. De hecho, algunas creencias podrían facilitar este tipo de experiencias.
¿Su relación con la moral? El amor. Muchos maestros han procurado este autoencuentro armonizador y liberador, seguros de que el es camino que conduce hacia el amor, el sentimiento de compasión, la libertad personal, la alegría compartida, el desarrollo de empatía y, en fin, todo aquello que favorece las relaciones armónicas, el desprendimiento altruista, el desapego y la reducción de los desencuentros interpersonales.
En un sentido general, todos los sistemas morales responden a la cuestión: “¿cómo hemos de vivir?”, una de cuyas variantes es el “¿qué podemos hacer” kantiano. Todos los sistemas morales que han existido dan alguna respuesta a esta cuestión. La ética de Aristóteles, la moral de Epicuro, de los cínicos, los estoicos, los cristianos…
Como hemos visto, en muchos de estos enfoques se entiende algo más compatibles el bienestar propio y el ajeno: nuestra alegría y satisfacción personales no son antitéticas de las ajenas, todo lo contrario.
Hablar de “moral” es hacerlo de la conducta apropiada para vivir plena y armónicamente tanto en solitario como en sociedad.
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(1)Ramos González, Alicia: Ateísmo y espiritualidad. ’Ilu. Revista de Ciencias de las Religiones 21, 2016, p. 166. Edic. Complutense.
(2) Comte-Sponville: El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios. Paidós, 2008, p. 71.
(3)Comte-Sponville, op. Cit., p. 143-144.