Moral (XXII). ¿Tiene sentido hablar de “moral prehumana” en las sociedades de chimpancés? (II)

Aunque nuestra especie se distingue plenamente por el uso de un lenguaje único (y varias investigaciones han concluido que pasamos en compañía un 80% de nuestro tiempo, el 80-90% del cual lo dedicamos a hablar de otras personas, en lo que solemos llamar “chismorreo”), una parte relevante de nuestra conducta la dedicamos al intercambio de información y a la manipulación y el engaño. Éste es también el caso de los chimpancés.
Para que el intercambio mutuo –esencial en toda sociedad- funcione, “hay que identificar a los tramposos”. De lo contrario, éstos sacarían provecho dificultando, hasta hacer insostenible, dicho intercambio recíproco.
Leda Cosmides diseñó un experimento (una variedad del llamado “test de Watson”) para comprobar si la mente humana tiene un módulo especial diseñado (evolutivamente) para detectar individuos que engañan en situaciones de intercambio social. Se admite que lo demostró, siendo su conclusión que “cuando el contenido de un problema consiste en descubrir a los tramposos en una situación de intercambio social, la gente lo encuentra fácil de resolver (lo hace entre un 65 y un 80%), mientras que si está planteado en forma de problema lógico, es más difícil” (sólo lo hacen entre el 5 y el 30%). El experimento se ha realizado en muy diversas poblaciones de cualquier cultura (tribus amazónicas incluidas), edad (niños de 3 años) y lugar del mundo.
La de detectar a los tramposos es una capacidad que desarrollamos a edad muy temprana, y la desarrollamos independientemente de nuestra experiencia y de la familiaridad o conocimiento que tengamos del sujeto potencialmente tramposo. Esta facultad detecta selectivamente el engaño, “pero no las violaciones no intencionadas”. Se trata de “un componente universal de la naturaleza humana” que ha sido “diseñado por la selección natural para producir una estrategia evolutivamente estable de ayuda condicional”.
Pero los humanos no somos los únicos que podemos detectar a los tramposos en los intercambios sociales. Hay experimentos, como los diseñados por Sarah Brossnan y Frans de Wall, que “han demostrado que esta capacidad está presente, en un grado limitado, en los monos capuchinos marrones”. Existen además pruebas neuroanatómicas de este dispositivo que sin duda representa “uno de los mejores instrumentos de cooperación que existen en el mundo animal”.
La memoria funciona mejor con los tramposos. Nos quedamos con sus caras, los evitamos y los castigamos. Es más, el grupo insta a su castigo, y los que se ocupan de asegurarlo, además de generar confianza, reciben el respeto y el reconocimiento del grupo. Es un claro camino para procurarse una “buena reputación”. Recuérdese que la destreza no consiste en detectar a quien coja lo mejor para sí, ni aproveche lícitamente una buena ocasión, sino a quien realice un “engaño intencionado”.
El autoengaño nos acompaña en numerosas situaciones cotidianas, empezando por nuestra imagen de nosotros mismos; tampoco es ilícito pavonearse (salvo en los cazadores y recolectores), procurarse una buena imagen, embellecerse el rostro o generar interés. Lo que el grupo debe detectar selectivamente es el engaño intencionado, al que se aproveche de ejercerlo, al que saque un beneficio tramposo a costa del menoscabo de otros. Al que atente contra el bien común. Pues bien, los chimpancés tienen nuestra capacidad de reconocimiento de expresiones faciales y de detección de las que delatan las emociones específicamente asociadas al engaño intencionado.
¿Por qué sólo al intencionado? Una de las conclusiones más curiosas de diversos experimentos sobre nuestra capacidad de engañar es que somos muy buenos engañándonos a nosotros mismos (que es la mejor forma de engañar: creerse a fondo las propias mentiras). Los experimentos demuestran que a menudo hacemos trampas pero no las reconocemos porque nos mentimos (autoengañamos) a nosotros mismos. Es interesante que esta estrategia evolutiva dirigida a detectar a tramposos intencionados logre ignorar el ejercicio no intencionado que a veces resulta difícil de distinguir del anterior. Es indulgente con esta facultad de autoengaño que nos otorga algún beneficio digno de preservarse.
La detección de tramposos, o de coespecímenes que optan por la conducta “incorrecta” –en lo referido a sus relaciones de reciprocidad social- está íntimamente ligada a la conducta moral, por lo que Gazzaniga enlaza este punto con el que vimos sobre moral innata, cuando hablamos de los experimentos de Hauser. Concretamente, habla de “la programación ética innata” que nos viene “de fábrica”, como el propio tabú del incesto.
Siempre la emoción, el sentimiento inconsciente, se asocia a nuestra convicción de qué opciones conductuales son correctas y cuáles incorrectas; y también a nuestra toma de decisiones. Primero lo sentimos de un modo, luego razonamos para justificarlo; y lo hacemos con cierta dificultad cuando nos piden que expliquemos en detalle por qué determinados matices -racionalmente poco relevantes- pueden devenir finalmente decisivos a la hora de decidir si una conducta es lícita o ilícita (por ejemplo, qué relaciones se estiman correctas y en qué situaciones se siente la repulsa asociada a su consideración como incestuosa).
Las personas que conviven con animales superiores –como los perros- se sorprenden de su capacidad de comprensión, anticipación y aprendizaje. No sólo reconocemos en ellos una teoría de la mente, sino la facultad de detectar intenciones y conductas potencialmente castigables. Saben poner cara de pena y arrepentimiento, y distinguir cuándo se merecen un castigo (por hacer alguna travesura, o ejercer su “libre albedrío” en contra nuestras normas) y cuándo no (por haber defecado en el suelo debido a una diarrea, que convierte el hecho indeseable en un proceso incontrolable y, por tanto, no merecedor de ningún castigo). Pero los chimpancés van más allá. No se enfadan con nosotros si comprenden que no podemos alcanzarle una fruta, pero sí, si entienden que podemos pero no queremos. Distinguen ambas situaciones a la perfección. Además de ello, tienen emociones similares a las nuestras.
La pregunta pertinente es ¿tienen sentido moral los animales?