Sobre creencias (VIII). El ateísmo de Comte-Sponville (V)

Es frecuente que achaquemos nuestra de religiosa a cierto ejercicio lógico-racional. Considero que a menudo éste opera justificando una opción por la que hemos optado de antemano, por estimarla preferente a la otra.

¿En qué sentido? La respuesta puede ser múltiple. El caso es que hay razones no estrictamente racionales para creer. En sentido positivo, está la sensación de calidez del mundo que nos enseñaron en la infancia, de aquella “cosmogonía familiar”, incluso la idea de poesía vital (hay quien la asocia a un tipo de fe); la dotación de una “razón” de vivir; el consuelo, la esperanza; la sensación de ser amado; la suma integradora de todo ello: un mundo dotado de sentido pleno, armoniza, dota de sentido la vida, la familia, la sociedad, la cultura, la historia: re-ligatio...

También están las opuestas: el miedo al más allá; el “por si acaso” que se ha asociado a la opción por una “apuesta” segura que relacionaría la creencia en Dios con el mejor destino en una posible vida ultraterrena.

Por supuesto, las razones para ser ateo pueden ser tan psicológicas o emocionales como las citadas, ya que el ateísmo puede ser una opción preferible para muchas personas a las restricciones vitales que podemos asociar a los dogmas o su influjo (o a los problemas derivados de su promoción o pretensión de imposición social), a la creencia en entes divinos o vida ultraterrena, etc.

No es que se llegue ser ateo para ser “más libre” -de ser uno mismo, de pensar por uno mismo, etc.-, pero esto es algo que muchos ateos modernos celebran, y que asocian a una mentalidad más científica o a un análisis más “objetivo” del mundo (al tiempo que los hace sentirse más “responsables”, como seres autonómos).

¿Qué dice de esto Comté-Sponville?

“No sólo fui educado en el cristianismo; creí en Dios, con una fe muy viva, aunque atravesada por las dudas, hasta los 18 años. Luego, perdí la fe, y fue como una liberación: ¡todo se volvía más simple, más ligero, más abierto, más fuerte! Era como si yo saliera de la infancia, de sus sueños y pavores, de sus ansiedades y languideces, como si por fin entrara en el mundo real, el de los adultos, el de la acción, el de la verdad sin perdón y sin Providencia. ¡Qué libertad! ¡Qué responsabilidad! ¡Qué júbilo! Sí, desde que soy ateo, tengo la sensación de que vivo mejor: más lúcidamente, más libremente, más intensamente. Sin embargo, no podría postularlo como una ley general.

Algunos conversos podrían dar testimonio en sentido contrario, manifestando que viven mejor desde que tienen fe, como muchos creyentes, incluso sin haber dejado nunca de compartir la religión de sus padres, podrían proclamar que le deben lo mejor de su existencia. ¿Qué podríamos concluir, sino que somos diferentes?

Este mundo me basta: soy ateo y estoy contento de serlo. Pero otros, sin duda más numerosos, no están menos satisfechos por tener fe. Quizás es que necesitan un Dios para consolarse, para tranquilizarse, para escapar (éste es el sentido, en Kant, de los «postulados de la razón práctica») del absurdo y la desesperación, o sencillamente para dar una coherencia a su vida, porque la religión corresponde a su experiencia más alta, ya sea afectiva o espiritual, a su sensibilidad, a su educación, a su historia, a su pensamiento, a su alegría, a su amor... Todas estas razones son respetables. «Nuestra necesidad de consuelo es imposible de saciar», decía Stig Dagerman. Y también nuestra necesidad de amor, y nuestra necesidad de protección. Frente a estas necesidades, cada cual se las arregla como puede.” (Comte-Sponville: El alma del ateísmo, p. 23-24).


A continuación el filósofo se pregunta por la verdadera fuerza de la respuesta religiosa.

“Contrariamente a lo que se dice a menudo, no consiste en tranquilizar a los creyentes respecto de su propia muerte. La perspectiva del infierno es más inquietante que la de la nada.
Los ateos no tienen esas preocupaciones. Se aceptan como mortales, en la medida de lo posible, y se esfuerzan por acostumbrarse a la nada. ¿Podrán conseguirlo? No se inquietan demasiado. La muerte se llevará todo, incluso las mismas angustias que inspira. La vida terrestre les importa más, y les basta
. Pero está la muerte de los otros, y es tanto más real, tanto más dolorosa, tanto más insoportable. Ahí es donde el ateo se encuentra más indefenso” (p. 24-25).


La muerte nos arranca a los seres que amamos… Nos desgarra. Y no hay consuelo (aparte de saber que se acabó su eventual sufrimiento, a veces atroz). Necesitamos mucho tiempo para que el dolor se mitigue o haga soportable hasta dar en el recuerdo dulce, grato, amoroso.


Tal es el trabajo del duelo: trabajo del tiempo y de la memoria, de la aceptación y de la fidelidad. Pero, en el momento, eso es evidentemente imposible. Sólo queda el horror; sólo queda el sufrimiento; sólo queda lo inconsolable. ¡Cuánto nos gustaría entonces creer en Dios! ¡Cuánta envidia sentimos a veces hacia los que creen en él! Reconozcámoslo: éste es el punto fuerte de las religiones, allí donde son casi invencibles. Pero ¿es ésta una razón para creer? Para algunos, sin duda. Para otros, entre los que me cuento, sería más bien una razón para negarse, hasta tal punto parece burda la triquiñuela, como suele decirse, o sencillamente por orgullo, rabia o desesperación. A pesar del dolor, se sienten como reforzados en su ateísmo. La rebelión frente a lo peor les parece más justa que la oración. Y el horror, más auténtico que el consuelo” (p. 25-26).


La religión también aporta actos ceremoniales que se realizan en grupo.

Una velada fúnebre, una oración, cantos, rezos, símbolos, actitudes, ritos, sacramentos... Es una forma de domesticar el horror, de humanizarlo, de civilizarlo, y no cabe duda de que es necesario. No enterramos a un hombre como a un animal. No lo incineramos como a un leño. El ritual marca esta diferencia, la subraya, la confirma, y es lo que lo vuelve casi indispensable. Así es como actúa el matrimonio, para quienes lo consideran necesario, frente al amor o al sexo. Y así los funerales, frente a la muerte”.

Muchos “prescindirían de la esperanza con respecto a sí mismos. Pero no prescindirían en absoluto de los consuelos y de los ritos cuando un duelo demasiado atroz les afecta. Las Iglesias están ahí para ellos” (p. 27).


Y “sentido”.


“«Creo en Dios —me dijo un día una lectora— porque de lo contrario esto sería demasiado triste.» Esta frase, que no es desde luego un argumento («Podría ser que la verdad fuera triste», decía Renan), debe tomarse, a pesar de todo, en consideración. Me avergonzaría hacer perder la fe a quienes la necesitan, o sencillamente a quienes viven mejor gracias a ella. Son innumerables (y) su fe no me molesta en absoluto. ¿Por qué habría yo de combatirla? No hago proselitismo ateo. Simplemente, intento explicar mi posición, argumentarla, y más por amor a la filosofía que por odio a la religión. En ambos campos, existen espíritus libres. A ellos es a quienes me dirijo. Dejo a los demás, creyentes o ateos, con sus certezas.

¿Se puede prescindir de la religión? Vemos que la respuesta, desde un punto de vista individual, es a la vez simple y matizada: hay individuos, de los que formo parte, que se las arreglan muy bien sin ella, en la vida ordinaria, o como pueden, cuando les afecta un duelo” (p.28).
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