La fe incrustada en nombres y apellidos.

Cardenal es apellido frecuente, 2906 censados; Bispo sólo hay 311 en el censo español; Abad, Calonge, Racionero, Sacristán, Santero hay muchos; hay 2274 con apellido Capellán; incluso tenemos apellidos como Monago o Monescillo (recordemos al famoso cardenal arzobispo de Valencia y luego de Toledo Antolín Monescillo, fines del XIX).

El tiempo bajo una fe determinada, los siglos, la cultura ancestral, las creencias mantenidas durante tiempos dilatados se han incrustado hasta en los huesos y forman un acervo imposible de desterrar todavía en nuestros días. Lo queramos o no, forman parte de nuestro ser, del horizonte que perseguimos, del ámbito en que nos movemos, en definitiva, son la superestructura que gobierna por igual nuestras acciones y nuestro pensamiento. Quien lo desconoce, entra en el gremio de los incultos. 

Reconocerlo, no implica su aceptación, pero sí supone tener que aceptar que las cosas son así. El hecho religioso como envolvente cultural no se puede desprender, así como así, de nuestro entorno y, por lo tanto, de nuestra propia vida. España ha sido católica y por más que lo queramos inadmitir, sigue todavía impregnando hábitos sociales. Cosa distinta es que uno reniegue de su virtualidad o que se enfrente o que lo esconda tras pantallas de falsa progresía.

Uno de esos ámbitos es el de los nombres y también el de los apellidos. No hace falta rebuscar mucho para ver cómo la religión ha colonizado onomásticas ni se necesita hacer recensiones de nombres y apellidos para deducir porcentajes

Son preguntas que surgen, por qué uno se llama así o asá; cuál pudo ser la razón; qué referencias tienen tales o cuales nombres o apellidos. Y cómo el nominar a una criatura se torna, a veces, una tortura para los padres. En tiempos no tan pasados, el taco del calendario diario ayudaba a solventar patronímicos: traía, debajo de la cifra, una ristra de santos, entre cinco y diez, que socorría a la hora de dar nombre al recién nacido. Eso sí, muchos nombres eran “de rancio abolengo”, más de rancio que de lo otro. 

Y, en el taco de marras, detrás de la hoja del día, venía el sermón, la reflexión moral, el apólogo o la historieta graciosa. Lo editaban editoriales religiosas con títulos como “Taco calendario del Corazón de Jesús”. Sin competencia.

Por variar, en una carta dirigida a los rectores de Caja Madrid les sugerí la idea de acompañar los días con el o los personajes de la historia, más si eran benefactores de la misma, que hubieran nacido o muerto ese día. ¿Por qué no? A mí Santa Crispina o San Sabas no me sugieren nada, con el agravante de que pueden ser mártires inventados, la una de Numidia y el otro de Capadocia; en cambio Elisasbeth Cabot o Gesualdo de Venosa sí.

Como decimos, la vigorosa fe religiosa de la Edad Media produjo onomásticas extraídas no sólo de los santos, sino también de los ritos, de las dignidades, cargos y oficios eclesiásticos, del año litúrgico; de los acontecimientos narrados en los Evangelios; del A.T... nombres que se transmitieron luego de padres a hijos, nietos, familiares o conocidos. Veamos algunos ejemplos  que hunden sus raíces en el medievo.

Comenzando por el Supremo Hacedor, Dios, tenemos Amadeo, Esperaindeo (religioso mozárabe), Servodei, Deogracias y algún otro hoy irreconocible. Si los egipcios o griegos honraban a su dios o diosa protecotres --Isidoro, Apolodoro o Heliodoro--, los cristianos no podían ser menos: Teodoro, Donadeo, Adeodato, Diosdado, Salvador, Manuel, Mejía (que viene de Mexía o Messia).  El nacimiento produce sus Natalia o Nadal; el día de Reyes genera Epifania, Aparicio, incluso Paris o Peris como apellido. La Pascua, lógicamente, Pascual, Pascal, Pascasio, Pasca. También hay Ascensión y el apellido Asensi. El domingo, Domingo, Domínice y Dominica, pero también Mingo, Menga, Mingómez, Dominguín.

Curiosamente, en un documento de 1202 de la Catedral de León, aparece esta frase: “Alvarus Ruderici cognomento Diaboli”, o sea, Álvaro hijo de Rodrigo Diablo. El diablo era algo omnipresente en el Medievo y no podían faltar nombres o apellidos "honrándolo". Uno de los vasallos de Alfonso VIII de Aragón, el marido y luego enemigo mortal de Dña. Urraca, se llamaba Giraldo Diablo.

Muchos de los judíos conversos solían apellidarse Santa María, apellido que tanto abunda hoy. Un tal Pablo de Santa María llegó a ser arzobispo de Burgos. En Francia se apellidaban Nostradamus. También es sobrenombre de conversos Fe o Santafé.

Sabemos que el apellido Iglesias o De la Iglesia se les daba a los niños abandonados a las puertas de una iglesia o convento, quizá también Donato.

Y no digamos las derivaciones de santos titulares de ermitas o parroquias: San Félix deriva en Santelices, Sahelices, Sanfiz; san Julián en Santillana, Santullano; San Jorge en Sanjurjo o Santurce; San Pedro deriva en Sampere, Samper, Sempere; Santa Eulalia genera los apellidos Santolalla, Santaella, Santolaria. De San Juan surgen muchos, como Santibáñez, Santianes, Seoane...

Y si se trata de esperar la inmortalidad del alma, ahí tenemos los apellidos Vives, Vital, Vidal, Viviano, Vita, Vidas... apellidos o nombres muy comunes en la Edad Media. El apellido y nombre Jordán o Jordana deriva de la costumbre de bautizar al infante con agua traída del río Jordán. En un documento de 1528, en Madrid, aparecen como familiares Jordán Manrique y fray Jordán de Béjar. De las peregrinaciones surgen Romero, Romeo, Romera, Romay y también Palmero.

Dejamos la continuación para mejor momento, que es hora de otras cosas. Hay materia para más, como la curiosa retahíla de Conchi, Lola, Encarna, Visi, etc.

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