Sí importa conocer de dónde procede lo que se cree.

¿Cuántos fieles se preocupan por el pasado de lo que creen? ¿Y cuántos lo conocen? 

El cristianismo debe gran parte de su virtualidad y pervivencia a la concepción sincrónica que de sus misterios tienen los fieles. La percepción global, la sincrónica y a la vez la diacrónica –origen, desarrollo, causas, motivos— sólo está al alcance de los estudiosos, de los que tienen interés y de quienes científicamente buscan desvelar lo que en ellos se esconde. Aunque la iglesia vive del pasado, las “autoridades educativas de la fe” sólo trasladan al pueblo lo que para el presente interesa. El pueblo, por su medio, vive del presente.

En otras palabras: el fiel creyente vive en el hoy de su fe. Sólo le importa el presente y lo que hace relación a su “salvación” personal. No le interesan los porqués ni el origen o fundamento de lo que cree. Se siente a gusto con lo que hace y con lo que le prometen. Saber de dónde proceden sus ritos no le interesa. Dicen que hace lo mismo el avestruz.

Es el “carpe diem” horaciano aplicado a la fe: “Si lo que yo creo, me sirve ¿para qué preocuparme de más?” Algunos añaden algo más, una respuesta tópica a aquellos que le interpelan: “Déjame, yo puedo creer lo que me venga en gana”, “respeta mis creencias”, “no me importa lo que me digas” …

Y sin embargo ahí está el trasfondo de la creencia. Dado que todo tiene su precedente y su fuente y dado que las innovaciones –literarias, científicas, religiosas, arquitectónicas-- o son muy lentas en su desarrollo o no son tan originales como a primera vista pudieran parecer, conocer el origen y la fuente de donde las verdades de fe proceden no les debería inquietar.

Ni siquiera en aquello que parecería obra de un genio suele haber originalidad. Generalmente son “variaciones” sobre un tema dado. ¿Qué hace San Juan de la Cruz en su “Cántico Espiritual” sino copiar el Cantar de los Cantares, encorsetándolo en “liras”? Eso que, por otra parte, no resta mérito al poeta ni al genio, lo podemos aplicar a todos, especialmente al “fundador” del cristianismo, Pablo de Tarso.

Nada de lo que expresa en sus Cartas, a excepción del “estilo propio”, es original. Todo estaba o dicho o escrito. En gran parte depende del caudal de erudición poseído y explicitado. A Pablo de Tarso el judaísmo y el helenismo, la tradición hebrea y en general la filosofía griega, suministraron la mayor parte de sus elementos doctrinales. Ambas tradiciones, a su vez, son legatarias de las creencias religiosas precedentes o coetáneas: religión egipcia, hinduismo, zoroastrismo, mitraísmo… Bagaje suficiente para generar un importante depósito doctrinal.

Las consecuencias prácticas tienen más importancia de lo que pudiera parecer. No es lo mismo pensar que Jesús-Cristo nació realmente, concretando lugar y fecha, que pensar que todo lo relacionado con ese “misterio” del nacimiento de un dios es un relato mitológico, simbólico, alegórico o fantasioso. Aunque quizá a la hora de creer dé lo mismo, como suelen decir algunos.

Y el porqué de saber todo eso importa. Aunque sea, también, para que las predicaciones y homilías de éstos que por obligación han de conocer los fundamentos, tengan otro sesgo y no el literalista que enerva por su simplicidad y carencia de rigor.

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