La investigación histórica sobre Jesús (3)

Jesús de Nazaret, que vivió en una región periférica del Imperio romano, fue en su época sólo un judío marginal, pues no existe ninguna referencia histórica sobre él durante los años de su vida. Para los historiadores judíos y romanos de los siglos I y II de la era cristiana, Jesús fue una figura casi insignificante dentro del Imperio.

El biblista católico John P. Meier, recientemente fallecido,  calificó a Jesús de “Judío marginal”, pero al mismo tiempo le atribuye una “singularidad absoluta”, lo mismo que otros exégetas confesionales, noción discutida por los estudiosos independientes.

 Sin embargo, en el transcurso de los siglos, Jesús el judío, una vez cristianizado y elevado a categoría divina, se convirtió en un grandioso icono cultural y en una de las figuras más importantes de la historia universal.

Este personaje, en el que creen y al que adoran millones de personas dentro de las diversas confesiones cristianas, sigue siendo, paradójicamente, un gran “desconocido”. La información o “conocimiento” sobre Jesús que posee la inmensa mayoría de la gente, incluso personas cultas y bien formadas, procede de la imagen teológica tradicional, transmitida por la catequesis en la infancia o por escuchar la predicación en los ritos de culto.

Es lo que podemos denominar “cultura del catecismo”, ampliamente difundida, mientras que los estudios especializados quedan reducidos al ámbito académico.

 A comienzos del siglo XX, los  mencionados Charles Guignebert y Alfred Loisy constataban el gran desconocimiento del Jesús de la historia, producto de la educación cristiana tradicional, que afectaba no sólo a los simples fieles, sino también a numerosos intelectuales del mundo académico.

La imagen popular más extendida sobre Jesús es en general muy elevada y responde a un modelo universal de perfección moral, inspirada sobre todo en el bíblico sermón de la montaña. A la magnificación de Jesús en el culto como objeto de adoración, acompañó la magnificación moral y más tarde la exaltación dogmática en los primeros concilios, desde Nicea (s. IV) a Calcedonia (s. V), fundada en categorías metafísicas de la filosofía griega.

 La investigación histórica demostró que la moral es sólo una pieza de una figura multilateral, difícil de recomponer o reconstruir. Jesús, en efecto, no fue sólo un moralista. Este reduccionismo moral es un cliché demasiado simple, pues minusvalora y oculta otros aspectos relevantes de su personalidad.

Además, su doctrina moral es interpretable desde motivos de la Torá (ley judía), motivos sapienciales o escatológicos, como señalaron los estudiosos alemanes Gerd Theissen y Annete Merz en su obra conjunta sobre el Jesús histórico (4).

Entre la moral sapiencial y la escatológica existe, sin duda, una clara tensión, dado que la primera es para un mundo duradero y la segunda es provisional e interina, como señaló Albert Schweitzer a comienzos del s. XX, y difícilmente aplicable a nuestro tiempo. Suponía, en efecto, la inminente trasformación del mundo por Dios, que Jesús predicaba, y la irrupción de un mundo nuevo.

Como indica el análisis filológico, el término confesional Jesucristo, usado en la tradición teológica cristiana desde Pablo de Tarso, es un vocablo compuesta del hebreo Yeshúa, que significa “Yahvé salva” y del griego christós, que significa “ungido” o “untado” con aceite, que es la traducción al griego del hebreo mashíah (mesías), el cual pasará de adjetivo a convertirse en nombre propio.

La palabra compuesta Jesu-cristo contiene, pues,  implícitamente una verdad de fe: la creencia en Jesús como mesías, fundamento de la teología confesional. 

Esta unión de los dos vocablos indica ya, a nivel filológico, que el cristianismo surgió históricamente como un producto híbrido y sincrético de judaísmo y helenismo. En efecto, los dogmas centrales de la divinidad, la redención y la encarnación son fruto de la helenización del cristianismo, iniciada por Pablo, culminada en el Evangelio de Juan y plasmada en el Credo ortodoxo del concilio de Nicea (año 325 e.c.).

Fruto igualmente de la helenización del cristianismo es el dogma central de la Trinidad de personas (treîs hypostáseis), unificadas ontológicamente en una esencia (ousía) común), un dogma que no aparece en los textos del Nuevo Testamento.

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(4) Véase Theissen, Gerd y Merz, Annette (2012), El Jesús histórico. Manual. Sígueme, Salamanca.

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