El papel mojado del Vaticano II

El 11 de octubre pasado se cumplieron 60 años del inicio del Concilio Vaticano II, tiempo suficiente para ver cómo toda aquella efervescencia espiritual quedó en agua de borrajas.

Al decir de algunos, el papa que convocó dicho concilio estaba impregnado de un sentido profético, que en el ámbito civil podríamos comparar con los estadistas que conformaron la Comunidad Europea. Juan XXIII (1881-1963) fue un papa que había vivido la I y II Guerras Mundiales en toda su intensidad y quizá tal hecatombe también le marcó a él, lo mismo que a aquellos que tuvieron la visión de una Europa unida.

Juan XXIII fue un papa distinto, muy distinto a cualquiera de los últimos tres siglos. Dejando aparte su propia personalidad, distante de los papas al uso, lo importante respecto al devenir de la Iglesia fue su visión profética de cómo debería ser. Visión que, al decir de prominentes hombres de la Iglesia y teólogos actuales, se encargaron de cegar papas y prelados que vinieron después.

La Iglesia después de la II Guerra “sufrió” la necesidad de cambiar de rumbo. Las estructuras del pasado también se habían quebrado con el terremoto bélico. En el periodo entre el fin de la Guerra y el Concilio Vaticano II surgen en la Iglesia movimientos reformistas litúrgicos, teologales y bíblicos. El Concilio Vaticano II fue anunciado en enero de 1959, se inició en 1962 y terminó en 1965.

El Concilio de Trento, recordemos, tuvo un carácter contra-reformista; el Vaticano I fue su ratificación. En cambio la orientación que Juan XXIII quiso que se diera a la Iglesia fue bien distinta. Según sus palabras la Iglesia debía orientarse hacia la opción por los pobres y por los marginados y hacia el cambio dentro de la comunidad cristiana: “La iglesia de Jesucristo es Iglesia de todos, pero para los países subdesarrollados es la iglesia de los pobres".

Esa quiso que fuera la orientación del Concilio, pero muy pronto los “padres conciliares” desviaron la atención, como es bien sabido, hacia la renovación interna de la iglesia y el diálogo con el mundo moderno, que, por supuesto, también significó una ruptura con el pasado y supuso una cierta renovación de la Iglesia.

Respecto al primer asunto, renovación interna, el concilio puso las bases para la democratización de la Iglesia.  Los resultados actuales ya sabemos cuáles han sido: nulos. Al poco tiempo todo había quedado en papel mojado como destacó el teólogo conciliar Karl Rahner (1904-1984): nunca llegó a producirse ese "cambio estructural de la Iglesia” (título de un interesante libro suyo, por 5 €).

En los pontificados siguientes, con variaciones, han primado las prácticas autoritarias, ha continuado la misma estructura jerárquico-patriarcal y, con excepción de alguna que otra reforma, se ha olvidado el espíritu que dio vida y surgió del Vaticano II. 

Desde la II Guerra Mundial la Iglesia ha vivido algo así como tres etapas bien claras. La pre-reforma, la reforma y la contra-reforma. Frente a los primeros movimientos que propugnaban una reforma o nueva visión de la Iglesia, Pío XII (1876-1958), que “reinó” en el Estado Vaticano desde febrero de 1939, mantuvo una visión tradicional de la Iglesia: su Encíclica “Humani géneris” supuso un rapapolvo serio, comparable al Syllabus, contra aquellos teólogos que buscaban aceptación, diálogo o connivencia con la nueva modernidad. Entre otras perlas, esta encíclica condena el evolucionismo y la revisión histórico-crítica de la Iglesia. Asimismo, propugna la vuelta a las fuentes del cristianismo. Efecto de la misma fue la expulsión de sus cátedras de algunos teólogos: Chenu, Congar, Delubac...  

Tenemos un caso emblemático en J.Mª González Ruiz, teólogo español, enfrentado al cardenal Herrera Oria por sus clases “heréticas” de Sagrada Escritura y al que se le abrió expediente con 27 causas heréticas en 1960.  Un interesante libro suyo, “El cristianismo no es un humanismo” (se puede conseguir por 4 €).

Con la llegada de Juan XXIII y la puesta en marcha del Concilio, todos esos teólogos que buscaban una reforma general, fueron llamados como consultores. Si bien también hubo decretos y documentos pastorales, labor de los obispos, los documentos más importantes fueron teologales, elaborados a partir de las obras publicadas de los teólogos del Concilio: Rahner, Häring, González Ruiz, Congar, Chenu, Hans Küng y otros.

Tras el Concilio, estos teólogos continuaron con su labor docente y con sus publicaciones. La mayor parte de ellos, por no decir todos, fueron considerados sospechosos de heterodoxia durante el “reinado” de Juan Pablo II y condenados por sus ideas contrarias al magisterio de la Iglesia. Todavía no han sido rehabilitados. Hans Küng (1928-2021), por ejemplo, compañero de fatigas de Ratzinger, fue condenado en tiempos de JP2 pasados 20 años del Concilio y apartado de la docencia.

Ha sido la época de la contra-reforma, cuyos adalides más significados han sido JP2 y B16, portavoces y ejecutores de una facción potente disidente ya dentro del Concilio Vaticano II, que en ese momento de euforia no se atrevió a alzar la voz esperando tiempos propicios. Disponían de otro suelo bien abonado: el Opus Dei y los números  movimientos neo-confesionales que, de nuevo, buscaban acudir “a las fuentes”.

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