En mi pueblo ya ni se confiesan.

La confesión o Sacramento de la Penitencia es el modo o el medio como los frutos de la pasión de Cristo destilan sus efectos salvíficos en el alma del creyente. 

Antes de que nos demos cuenta, tenemos encima la Semana Santa, cuyo día más siniestro es el Viernes “Santo”. Rememoración del drama subsiguiente a un suplicio al que los crueles romanos estaban más que habituados, por aquello de que si la fuerza no se imponía y el terror no precavía contra revueltas, el “estado del bienestar” se desmoronaría. Aunque se diga que tras la derrota de Espartaco seis mil cruces sostuvieron a otros tantos condenados a lo largo de la Vía Tal, para los cristianos sólo hubo una cruz, que en realidad pasan de las seis mil millones, vista su profusión. 

En tiempos en que para mí todo eso –Semana Santa, teología de la salvación, sacramentos-- constituía algo, vida propia, vivencia y alimento espiritual, la lectura y meditación de la teología encerrada en el Sacramento de la Penitencia constituyó un soberbio revulsivo para profundizar en la práctica sacramental. Creía y estaba convencido de que si en rigor tales gracias emanaban de tal sacramento, la lógica teológica debiera inducir a su fruición frecuente, a la altura de la Eucaristía. ¡Qué cosas aquellas del creer!

El Sacramento de la Penitencia, “confesión” en otros tiempos, era la delectación de la Pasión de Cristo. Así se dice donde se dice:

"Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad" (Catecismo Romano, 2, 5, 18).
El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual" (Concilio de Trento: DS 1674).
En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

Sí, pero no era lo mismo. La ingestión de la oblea sacramental es algo inocuo, es más, es una forma social de manifestar la “comunión” con los demás y el supuesto de que uno está limpio de polvo y paja: lo “otro”, la confesión, presupone arrodillarse ante alguien “que es como yo”, como algún lugareño dice, y vaciar en él la propia conciencia. Si ya la práctica dominical está en frecuencias mínimas, el cumplimiento penitencial está todavía más arrumbado. Nadie percibe en su interior la necesidad de ser perdonado. Es un modo fáctico de importar el pensamiento protestante al uso particular.

Con el paso de los años y a la vista de que “si no me confieso no pasa nada y soy igual de bueno (o de malo)”, el pensar por uno mismo y el razonar propio puso y pone las cosas en su sitio: concluimos que “la confesión” no es otra cosa que un mecanismo psicológico de descarga del que la Institución se apropia. No merece la pena perder ni el tiempo ni el honor en contar las cuitas propias a un desconocido. Y menos todavía como obligación.

Hoy el vulgo plebeyo tiene multitud de elementos para llegar a los mismos efectos: el primero la instrucción y la lectura, donde uno puede llegar al conocimiento de “lo que le pasa” sin necesidad de pasar por las horcas caudinas del confesor. Pero también las charlas familiares y amicales, las tertulias, el ocio, el acceso al cine y al teatro, los “chats”, etc. etc.

Por más que hablen de sigilo sacramental y penas severas para el confesor que lo conculque, la “confesión” fue durante siglos un sibilino modo de controlar la sociedad y gozar en provecho de la Iglesia de secretos no conocidos por otro modo. Recuérdese el “confesor real” y los curas al servicio exclusivo de determinadas casas nobles.

Para la práctica anual obligatoria de tal sacramento –rememoración y fruición de la Pasión de Cristo--, en los pueblos donde el párroco era dueño de las conciencias y “donde todo se sabe”, las diversas Diócesis propugnaron un modus operandi que animara a los fieles a dicha práctica sin temor a quedar en evidencia ante la persona, el párroco del villorrio, que a las pocas horas estaría tomando unos vinos con ellos en el bar: la llegada de confesores ajenos al entorno social.

Repito la anécdota que ya he traído alguna vez a este foro, pero que todavía me hace a mí mismo sonreír. El pueblo burgalés donde me recupero del agobio madrileño y donde el verdor del campo que renace le entra a unos por los poros, apenas si llega a los cuarenta habitantes fijos. El año pasado se anunció en la misa dominical que, al día siguiente, lunes, los fieles podrían cumplir con la obligación eclesiástica de “confesarse al menos una vez al año”. A las siete de la tarde del lluvioso lunes sonaron las campanas.

Sin saber a qué se debía el tañido de las mismas, charlando al día siguiente con el octogenario sacristán me expuso el motivo.
-- Para confesarse. Vinieron ayer dos curas de Burgos. Yo mismo les dije que para qué tantos, si…
-- ¿Y cuántos fueron a la iglesia a confesarse?
-- Uno.
--¿Quién?
-- Yo.
Le debió dar lástima la pareja confesora. Me sonreí y lo único que se me ocurrió es confirmar lo que él mismo sabía: “¡Pero si tú, a tus años, ya no tienes pecados!”

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