Una reflexión sobre religiones.

En todas las religiones, de una u otra manera, se adora o reverencia a una divinidad. En todas, la divinidad tiene una relación estrecha con sus fieles devotos (Mucho habría que precisar sobre la interacción entre dioses y hombre para dilucidar quién necesita de quién, si los hombres de sus dioses o éstos de sus loadores).
En algunas, los mismos dioses se han hecho hombres para socorrer a los hombres. Sus peripecias y andanzas por la Tierra se han vertido en libros y en relatos varios. Son los libros sagrados: Libro de los Muertos, Biblia, Corán, Cánones del Budismo, Libro del Mormón, Puranas, Talmud, Upanishad, Vedas, Popol-Vuh… amén de otros muchos relatos como puedan ser los relativos a las religiones greco romanas. Todos ellos inspirados por la divinidad, cuyos amanuenses han sido los hombres.
En líneas generales la estructura de los libros es cuádruple, versando sobre hazañas de los dioses, enseñanzas y preceptos morales, loas a los dioses y plegarias.
Las diferencias entre las distintas religiones pueden parecer abismales, lo cual las hace incompatibles entre sí, pero no lo serían tanto si se atendiera a la necesidad que tiene el hombre de comunicarse, por el medio que sea, con la divinidad. Es ese mundo sobrenatural, sobreañadido al hombre, lo que las une a todas; y es el sujeto de salvación, el hombre, el que las fusiona.
La presencia de la divinidad entre los hombres está íntimamente relacionada con el modo de creer. Los medios con que los creyentes hacen presente a Dios, también es complejo y variado. Aun así, como decimos, es común a todas las religiones el hecho de que Dios está entre nosotros.
Todas las religiones tienen elementos positivos dignos de tener en cuenta. Todas ellas portan elementos psicológicos que ayudan al hombre a sobrellevar las fatigas de esta vida. Todas, por otra parte, incitan y animan a la práctica del bien. Y todas estimulan a sus fieles al amor al prójimo (cosa aparte sería discriminar el concepto que cada una de ellas tiene de “prójimo”, porque con frecuencia tal prójimo se limita a los miembros de su congregación religiosa).
Hay una entre todas que descuella y no sólo por el número de adeptos. Se distingue de las demás por la singularidad de su concepto de presencia divina. Dos son las notas esenciales de su dogmática, el hecho de que Dios se hizo presente históricamente en tiempo y lugar determinados y el hecho de que ese Dios está “realmente” presente entre los hombres. Es la religión católica.
Si el asunto quedara en los términos justos de “creencia”, nada habría que objetar. Cada uno cree lo que le viene en gana y nadie es quien para coartar tales libertades. Tampoco, por otra parte, podría hacerlo, porque el pensamiento de cada uno es terreno vedado a los demás. Pero hay un escollo difícil de superar: que si bien la ciencia no se inmiscuye en la creencia, ésta sí pretende enquistarse en la ciencia, en este caso la historia.
Decir que Dios fue hombre y que vivió entre los hombres en un tiempo determinado incide “también” en asuntos propios de muchas ciencias, la historia, la arqueología, la epigrafía, la literatura… Si pretenden convencer a sus coetáneos de que ese dios llamado Jesús-Cristo recorrió determinados lugares, métodos hay para saberlo. Si pretenden convencer a los demás de que hizo esto y lo otro, rastro habrá quedado de todo ello, especialmente en un personaje que tanto ha influido en la historia posterior.
Por suerte o por desgracia para los propósitos de la ciencia, que es el sentido común, que es la racionalidad, sólo los fieles católicos defienden con su credo tales “evidencias”. El resto tilda ambas creencias de supersticiosas. ¿Cómo mantener tales afirmaciones? ¿Cómo aunar ciencia –que es sentido común— con tales creencias? La Iglesia Católica ha defendido, propagado y, sobre todo, impuesto tal verdad gracias al poder que ha ostentado a lo largo de los siglos. Asimismo mantiene tales afirmaciones por el nulo espíritu crítico que impera entre los que creen. También porque a los creyentes les da igual que tales realidades no lo sean tanto: les basta a ellos con creerlo.
Pero no es éste el quid de la cuestión. Si a un católico le sirve, los demás debiéramos estar… de más. Pero volvemos a lo de antes: afirman que Jesús-Cristo-Dios fue un personaje que vivió y murió en tiempo y lugar determinados. Como esto choca con otras verdades más universales, ésas que afectan a toda la especie humana, no debieran sacar sus creencias del ámbito de las mismas para intentar encastrarlas en un tiempo y un lugar.
Sin merma de su virtualidad sanadora, debieran circunscribirlas al ámbito de su fe. Precisamente por otro motivo, porque una verdad no depende de quienes la conozcan o la crean: una de las características de la verdad es que es universal, no nace ni muere con el tiempo ni está sujeta al vaivén veleidoso de la moda.
Ellos lo han querido. Respuestá de la ciencia: "Dado que decís que Jesús --quitemos lo de Cristo, que es un epíteto claramente fantasioso-- vivió en tal tiempo y tal lugar, investiguémoslo". Hasta estos últimos tiempos del cristianismo sólo lo han podido "investigar" pseudo historiadores que ya partían de una verdad asentada. No partían ni parten de una hipótesis, parten de una verdad. Lo que hacen es buscar datos que concuerden con su realidad, no datos para demostrar una hipótesis. Y jamás con la falsación necesaria, es decir, con la consideración de los escollos que hacen imposible tal verdad.
Pensadores, historiadores y analistas independientes han aceptado el reto y se han puesto a ello. Han cotejado textos, se han dejado la vista en pergaminos supuestamente originales, han indagado en las fuentes y delimitado las mismas, han descubierto fraudes y añadidos en sus "historias", han emitido dictámentes plausibles...
Sus conclusiones jamás serán admitidas por quienes nunca estarán dispuestos a dejar de creer en lo que ya creían desde siempre.