De secta a religión... también hoy.

Los orígenes de la religión cristiana dicen mucho de su esencia. Primero fue la secta judía seguidora de Jesús, radicada en Jerusalén, liderada por Santiago y fiel cumplidoras de los preceptos judíos; tras la predicación de Pablo y la expansión por el Imperio, surge el cristianismo (la sede más importante, Antioquía), segunda etapa, que dura hasta los años 313 o 325.

Consideremos ahora la Iglesia cristiana en los primeros tiempos y antes del Edicto de Milán (313), cuando el cristianismo, bien que fragmentado en múltiples Iglesias, se había expandido por todo el Imperio, no siendo Roma precisamente donde más había proliferado.

En Roma la consideración de una religión advenediza, cualquiera de ellas, también del cristianismo, como “religión” o como “secta” acarreaba un “status” distinto. Las leyes romanas eran muy permisivas en este sentido, aunque, como decimos, distinguían claramente entre sectas y religiones.

Importaban mucho el orden, la moral, la cohesión social, el acatamiento al poder constituido.

El cristianismo, a ojos de los romanos de los dos primeros siglos, tenía los rasgos típicos de una secta.

Así, durante muchos años y por sus características, fue considerado como secta --“superstitio prava et inmodica”, decía Plinio-- y, ciertamente, peligrosa.

El mismo concepto que tenía la plebe de ellos no resulta descabellado:
--consideraban la mayor aberración adorar a un hombre crucificado, por tanto criminal de baja estopa;

--al participar en sus cultos hombres y mujeres juntos, se podía pensar en orgías sexuales;

--el culto, celebrado en cementerios y de noche, adquiría tintes de secretismo siniestro, proclive a constituir sociedades secretas que pudieran minar el poder imperial;

--la adoración de un Dios único, soliviantaba las creencias no sólo de los romanos, sino de todos aquellos que habían visto reconocida su religión;

--oír decir que comían “su cuerpo” y “bebían su sangre”, inducía a pensar en sacrificios de niños...

A todo ello se añadía el quebranto del negocio existente en torno a los templos oficiales: vendedores de objetos de culto, entre ellos los carniceros; situación de privilegio de los “oficiales” de los tempos, en peligro; prebendas; consideración social; acceso al poder, etc.

Añádase que las asociaciones, no sólo de cristianos (hetairiai, eranoi) sino de ciudadanos del Imperio (v.g. sportulae) eran vistas como un peligro para el orden público, cuya garantía provenía únicamente de la autoridad romana.

Algo que ni los romanos ni ninguna sociedad medianamente desarrollada ha tolerado nunca en su seno han sido los fanáticos, siempre peligrosos por su capacidad destructiva. Los romanos tenían el precedente de las sublevaciones judías.

Y a pesar de todo, a pesar de encontrarse los romanos con personas fanáticas, irreductibles no sólo a ser convencidas, sino para dialogar con ellas, por creerse en posesión de la verdad (¡cuántos mártires voluntarios hubo entre ellos, según parece!), hemos de conceder que las autoridades imperiales fueron excesivamente permisivas, ateniéndonos incluso a criterios actuales, bastante más lasos que los de los antiguos.

Muchos había en Roma que conocían los textos cristianos, enormemente injuriosos para con el poder establecido, como el Apocalipsis del supuesto Juan.

18 agosto 2009
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