El triaje de santos con su paraqué.

Hoy, Todos los Santos, abreviado, Tosantos. Que no es lo mismo que "todos son santos". Quizá y en esta Tierra lo sean los depurados en el su reino de piedad y de asistencia a misa.  

Dos veces me han apeado de mi credulidad respecto a la seriedad de los procesos de canonización. La primera, cuando alguien me hizo caer en la cuenta de que la inmensa mayoría de los santos pertenecen a potentes y acaudaladas órdenes religiosas. ¿Será cierto, me preguntaba yo, que destinan  sumas grandes de dinero para conseguirlo?

La segunda, en el proceso de canonización de Escrivá de Balaguer. Yo había asistido a la conclusión del proceso diocesano de beatificación de Teresita González Quevedo en el Seminario de Madrid, hoy Facultad de San Dámaso, todo tan solemne y burocrático. Su milagro: haber curado de la radiodermitis al doctor Manuel Nevado Roy.

Lo que vino después no creo que sea de todos conocido y lo digo tal como a mí me lo contaron: adjudicaron tal milagro al Marqués, arrebatándoselo a Teresita porque debajo de la almohada del médico curado habían encontrado una estampa del luego santificado Escrivá (que pudiera ser que alguien había puesto oportunamente allí… Pero ¿para qué pensar mal? El guiso resultó sabroso para la Santa Sede). Pasemos a otra cosa.

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Inicialmente a los santos se les llamó mártires, o sea, “testigos” del evangelio; posteriormente, en  expresión piramidal a la par que seductora, se empezó a elevar al honor de los altares a personas destacadas en algún campo eclesial: obispos, teólogos, anacoretas, religiosos, místicos, papas...aunque su vida no se ajustara "stricto sensu" al mensaje evangélico. Incluso la piedad popular imaginó o le imaginaron santos históricamente inexistentes. A este respecto, Pablo VI, después del Concilio Vaticano II, “borró” del santoral a un buen número de “canonizados” [1]. Por algo sería.

Luego, aquella “elevación al honor de los altares” de ciertos “santos” pasó, de ser un “modelo de vida auténticamente evangélica”, a constituir distinción, prestigio, ostentación...; honor al que sólo se accedía si terciaban influencias, dinero, poder... y, a veces, política. Mis referencias me llevan a Felipe II y su relación con el famoso San Isidro.

Para salvar posibles fraudes o prevaricaciones, se estableció la obligación de llegar a demostrar la “heroicidad de las virtudes cristianas” del candidato si estaba avalada por milagros (¡!) ¿Por qué sería?

O sea, que ser “santo” es algo así como tener que demostrar la ancestral “limpieza de sangre por los cuatro costados”. Para coadyuvar a ello, en todo proceso de canonización debía existir el llamado “abogado del diablo”, figura no tan siniestra como su nombre puede indicar. Su misión consiste, perdón, consistía, en “hacer oposición”; investigar y evidenciar aspectos negativos que pusieran en duda razonable la “heroicidad de las virtudes” del aspirante.  Otra curiosidad: el “abogado del diablo” fue suprimido en el proceso de San Monseñor Escrivá de Balaguer, marqués de no sé qué. ¿Por qué sería?

¡Heroicidad! Héroes han existido siempre. Estos personajes homéricamente sobrehumanos vienen a ser como arquetipos, paradigmas del comportamiento y conducta de los creyentes. Y aquí radica la mixtificación. Por ejemplo: Simón el estilita o el autista (el “estilista” diría yo porque creó un “estilo de vida”: vida eremítica, luego monacato); ¿a quién le podrá servir como modelo esta aleación de hombre-araña y hurón? Sólo a los misóginos.

¿Y los papas, y los fundadores de órdenes y congregaciones religiosas, y los reyes, y los “mártires de la cruzada española”...? ¿No somos héroes la mayoría de los mortales, amas de casa, currantes, parados o jubilados?

Y encima quieren poner y han puesto como modelos de actividad humana a esos que han denominado “patronos”. ¡Otra qué tal! No consultemos la lista, porque a cada invocación responderá una carcajada. ¿Conseguirán encontrar un patrono de los “informáticos” por relación directa con el asunto? Y de los músicos, ¿no cuadraría mejor, por asimilación, santa “Tecla” que santa Cecilia, que no conoció un órgano ni por asomo y que la hicieron patrona por confusión léxica? Bueno, y así muchos más...

En definitiva. Está claro que la Iglesia romana “clasifica” y “cataloga” a sus bautizados a pesar de que nos han hecho creer que ante Dios son, somos, todos iguales. A unos les concede la santidad, algo así como el premio Nobel o la medalla olímpica según categorías, no sabríamos decir si por méritos propios o por “honoris causa”.

Otros, que no sabemos si son “santos” y si llegan a 144.000, van al cielo. Otros muchos, al infierno. Del montón de fieles piadosos, la mayor parte pasa por el purgatorio. Y, finalmente, un número indeterminado, al limbo (¡ah! que ya no, que ahora han abierto un nuevo “tramo” de autopista hacia el cielo...)

Y ante esta relación, siempre nos quedará la duda de si la Iglesia ha acertado, y cómo, en decir que fulano o mengano, santos, están en el cielo. ¿No es esto una suplantación del juicio de Dios? ¿Y si murieron maldiciendo su suerte? ¿Y si no pidieron perdón a Dios de su pederastia u homosexualidad?

Y más preguntas: esta segregación ¿con qué criterio  y a “santo de qué” se realiza? ¡Pues no preguntes!: misterio insondable, inescrutable. Secreto de Estado del santísimo clan trinitario... y de su santo vicario en la tierra. Decía Unamuno que todos llevamos dentro el “infierno”, que es la “hipocresía”...

Por no alargar el asunto, acabamos en un “santiamén”. Porque digo yo que no sé por qué tanto empeño en ser santos. Si en el cielo, según la doctrina católica y la Biblia, ya no puede entrar nadie más: ¡¡están los “justos”!!

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[1] El 10 de mayo de 1969 Pablo VI excluyó del santoral a 33 "santos". Entre los 33 excluidos tomemos nota de que no existieron nunca Santa Bárbara, San Valentín, San Jorge y San Cristóbal.

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