San Pablo, ¿misógino?

Desde valoraciones académicas de rigurosa procedencia helénicas, el término “misoginia” le confiere a cualquiera un alto grado de perversión, que históricamente fue y es merecedor de descalificaciones muy graves. La palabra en cuestión, y en perfecto castellano, significa “aversión u odio a las mujeres” y “misógino” se llama a quien “practica esta animosidad, repulsión o repugnancia”.

Y acontece que del apóstol San Pablo se han dicho muchas cosas precisamente en relación con las mujeres. Nada más y nada menos se ha asegurado, y además como “palabra de Dios”, que es un misógino. Aun más, que es el misógino por excelencia del Nuevo Testamento, llegando muchos a proponérselo a los cristianos como ejemplo de comportamiento de vida y, por supuesto, sin pararse a pensar si la misoginia en cristiano y en humano es una virtud celestial, ascética o mística, o exactamente es un vicio que se contrapone a la santidad y, por tanto, a la canonización, con imposibilidad de ser invocado como santo.

La misoginia de San Pablo está fundamentada en dos textos extraídos de sus Cartas Apostólicas. En la Primera a los Corintios (14, 34-35) dice: “Como en todas las comunidades cristianas, las mujeres deben callar en las iglesias. No les está permitido hablar durante la reunión. Deben quedarse en su sitio, como manda la Ley. Si quieren alguna información, que se la pidan a sus maridos en casa. Pues no está bien visto que una mujer hable en una asamblea”. En la Carta Primera a Timoteo (2,9-15) el Apóstol insiste en la idea en términos similares: “Las mujeres que asisten a las asambleas han de hacerlo con vestidos decentes, adornándose con modestia y sencillez, no con trenzados de pelo… sino con buenas obras… La mujer aprenda en silencio con toda sumisión, pues no permito a la mujer que enseñe, ni que domine al hombre, sino que esté en silencio. Pues Adán fue formado primero y Eva después. Y no fue engañado Adán, sino lo mujer que, seducida, incurrió en la trasgresión. Pero la mujer se salvará por la maternidad, si permanece con modestia en la fe, el amor y la santidad…”.

Al leer y estudiar estos textos, y descubrir que la crítica actual demuestra que ni son ni pertenecen al Apóstol, sino a alguien que en el siglo III o IV los interpoló indebidamente, pienso con conmiseración en el cura de mi pueblo y en el obispo de mi diócesis y de otras tantas diócesis que los consideraron y los siguen considerando como dogma de fe, pero cuyo contenido no se ajusta en absoluto a la mentalidad paulina, como gran artífice que fue del aperturismo en la Iglesia. Tal mentalidad se concreta, por ejemplo, en su epístola a los Gálatas (3, 28) en la que dogmatiza en relación con la Iglesia que en ella “no hay ni judío, ni griego, no hay ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer: pues todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús”.

Si en aquellos tiempos y en las culturas judía y aún greco-romana era considerada poco más o poco menos que “objeto de lascivia y de pecado”,encarnando San Pablo la doctrina y el ejemplo de Cristo Jesús, la equiparó en dignidad con el hombre, perdurando en los textos bíblicos numerosos testimonios. De entre ellos destaca, por ejemplo, el interés del Apóstol en permitirles a las viudas (I Cor.7, 39-40) un nuevo matrimonio, cuando en las culturas de la época este les estaba vedado y ella, y a perpetuidad, habría de ser acogida y depender de sus cuñados o de sus hijos mayores. San Pablo defendió el derecho de las vírgenes consagradas, cuya decisión han de respetar los padres (I Cor.7, 34) y se rodeó de mujeres en sus viajes, citando repetidamente sus nombres y magnificando su cooperación y ayuda, con mención singular para las “diaconisas” que incorporó a su ministerio, lo que para un judío y San Pablo lo era y ejercía como tal, este gesto, consideración y reconocimiento
dieron motivo a verdaderos escándalos en las comunidades primitivas.

Con tal panorama que requeriría una más extensa e intensa exposición, si curas, obispos y teólogos hubieran profundizado en la verdadera doctrina acerca de la mujer y de su misión en la Iglesia y en la sociedad, una y otra se hubieran enriquecido de manera excepcional, sin cometer agravio alguno y habiendo hecho desaparecer a su debido tiempo la bien merecida catalogación de “desfasada” que sigue distinguiendo todavía a la Iglesia por lo que hace referencia a la mujer, con cuantas injurias, desprecios e injusticias tal filosofía y comportamiento entrañan.

Considero tan sacrosanto como inaplazable revisar el Año Cristiano o hagiográfico oficial de la Iglesia y a cuantos santos varones los distinga y hasta les haya facilitado y justificado su canonización y subida a los altares su abultada misoginia, les exilien del mismo y de sus letanías, o al menos, que los aposenten en alguno de sus suplementos o apéndices.
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