¿"El hijo del Hombre"?

En nada menos que en 66 ocasiones aparece en los Evangelios la expresión “Hijo del Hombre” o “Hijo de Hombre”, con referencias directas, explícitas y definitorias a Cristo Jesús. En el libro de los Hechos de los Apóstoles aparece así citado otra vez y dos más en el del Apocalipsis. En el Antiguo Testamento, en el libro de Daniel, el profeta relata una de sus visiones de la siguiente manera: “Seguí mirando y en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio: todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán… Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. (Dn. 7, 12-14).
El término “Hijo del Hombre”, y no otro, se lo aplica siempre Cristo a sí mismo, tal y como se comprueba, por ejemplo, en momentos tan solemnes como los historiados en los evangelios sinópticos de San Mateo, San Marcos y San Lucas: “Pero Jesús callaba. Y el Sumo Sacerdote le dijo: Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús contestó. Tú lo has dicho. Más aún, Yo os digo: desde ahora veréis que el Hijo del Hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo”. El evangelista San Juan, en otra ocasión refiere: “Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: ¿Crees tú en el Hijo del Hombre? Él contestó: ¿Y quién es, Señor, para que crea en Él? Jesús dijo: lo estás viendo: el que te está hablando, ese es. Él dijo: Creo, Señor. Y se postró ante Él”. (Joa. 9, 36-38).

Tal y como comentan los expertos en Sagrada Escritura, en el lenguaje corriente de la Biblia, la expresión hebrea y aramea “Hijo del Hombre” es nada más y nada menos que sinónimo de “hombre” y por sí mima designa a cualquier miembro de la raza humana. En la antropología del Antiguo Testamento se puede traducir con veracidad como “Hijo de Adán”, no faltando referencias similares en el Nuevo Testamento a “uno cualquiera”, “uno de tantos” o “uno como los demás”, concretándolo al “siervo de Yahvech, desechado y entregado a la muerte para ser finalmente glorificado y salvar a la multitud”.

Aún aceptando que existen otras interpretaciones bíblicas del término “Hijo del Hombre”, es de estacar la coincidencia de muchos expertos en el sentido elegido también por nosotros y que proclama la humanidad de Cristo Jesús, redentor y fundador de la Iglesia. Sin inmoderados aspavientos etimológicos, no está de más aprovechar tan divina y, a la vez, humana condición de título tan sorprendentemente singular para a su luz misteriosa columbrar, por ejemplo, los empleados por quienes de manera oficialmente jerárquica son y se sienten continuadores de su obra sobre la faz de la tierra, con idéntica misión, vocación y poderes.

En unos tiempos de ciertas añoranzas de vuelta a la sapiente naturalidad de consideraciones, relaciones y tratos personales e institucionales resultan al menos extemporáneas y ociosas la totalidad de los tratamientos protocolarios con los que los miembros de la Jerarquía reclaman o consienten felizmente ser nombrados, estimados y conceptuados. En el ceremonial y en la etiqueta impuesta y demandada en la sociedad actual, los títulos y los adjetivos suntuosos y superlativos les son adscritos a los miembros de la Jerarquía eclesiástica con más énfasis, entusiasmo, prosopopeya, ritual, atuendos y ornamentos que se dicen sagrados que a cualquier otra persona instalada por razones familiares, oficio o por privilegios económicos en las esferas civiles en su variedad de acepciones, círculos, clases o estamentos.
Además de tener que deplorar formas de ser y de actuar, la mayoría de las veces, insípidas, suntuosas y arrogantes, con riesgos de suscitar escándalos en algunos, huelga referir que sobre todo en la Iglesia, la cercanía, la humildad y la desaparición de títulos y fronteras facilitan en grado eminente el proceso de encarnación y de común-unión entre los miembros de la comunidad eclesial, integrada a partes iguales por la Jerarquía y por el Pueblo de Dios.

Con tantos títulos y tantas prosopopeyas, no es inteligible aspirar ni a representar ni a actuar como “Hijos del Hombre”.
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