Poemas de viaje (8). En verano y en Rusia

No estoy loco, no. Sé, por ejemplo, la diferencia que hay entre “oír” y “escuchar” (media España los confunde e identifica). Nunca digo ni escribo “hoja de ruta”, ni llamo “evento” a un acto que se organiza. Tampoco confundo el tiempo con el clima. Tengo aún los dos pies en el suelo y huyo del último palabro que sugiere la moda pasajera o una devota inclinación a expresar un concepto archisabido dando un dudoso rodeo por el inglés. No frecuento el trato con ciudadanos de ultratumba. Y, aunque tantas cosas en la vida se aceran al milagro, no hay en mi modesto historial nada que se asemeje a lo estrictamente milagroso.Pero aquella tarde de verano, y en Rusia, viví una escena, inicialmente insignificante, que me trasladó casi a una esfera superior. Fue obra, sin duda, del sentimiento que, aparentemente contra toda racionalidad, nos eleva a veces a unas dimensiones más altas. Lo cuento con aplicada exactitud en las breves líneas que siguen. ¿Se trata de un poema, como anuncia el título de mi pequeña serie? No muy propiamente. ¿De un microrrelato? El lector juzgará. Sea cual sea su género, o aunque carezca de él, ahí va sin más adornos ni moniciones.


MI MADRE SE ME APARECIÓ EN NÓVGOROD



Mi madre, que había muerto tres años antes, se me apareció en Nóvgorod. Fue en la catedral de Santa Sofía. Parpadeé con fuerza y me dije: “No, no es ella”. Iba yo en un grupo manso de turistas. Una guía nos mostraba los iconos, las lámparas, las puertas preciosas. Nos contaba historias de zares y de santos. Habíamos recorrido la mitad del templo y, de pronto, la vi otra vez junto a nosotros. Llevaba a modo de hucha media botellita de plástico de Pepsicola, cortada por la mitad. Seguía allí, pegada a nuestro grupo, sin decir palabra. Me dije ya sin dudar: “Es ella”. Tenía la misma piel blanca y lisa, los mismos ojos azules, cargadas las espaldas como cuando rebasaba ya los noventa años. Los turistas lentos y fatigados de mi grupo le echaban algunas monedas. Pero ella no decía nada, ni pedía nada. Yo la miraba temblando, deslumbrado por la evidencia. Era ella. Sólo que más pobre que antes, y como más sumisa. Iba muy limpia. Llevaba unos zapatos lisos muy sencillos y unos extraños calcetines cortos. Vestía unas ropas de tonalidad azul, viejas y relavadas. Ajeno a los movimientos de mi grupo, me acerqué a ella con un pequeño billete en la mano. Se lo introduje en su media botellita de plástico. Como ella desconocía nuestro idioma, le sonreí, junté las manos mirando al cielo, igual que ella me enseñó a hacerlo cuando niño para rezar. Luego me llevé la mano derecha al pecho apuntándome con el dedo. Ella lo comprendió al instante:: “Reza por mí”. Estoy seguro de que lo comprendió porque inmediatamente su rostro y toda ella se transformó. Se agitó en una sacudida como si la hubiera alcanzado una ligera descarga eléctrica. Juntó los dedos pulgar, índice y corazón de su mano derecha y se santiguó desde la frente hasta el pecho, desde el hombro derecho hasta el izquierdo, como es costumbre santiguarse en aquellas tierras. Mi grupo se alejaba y yo me apartaba lentamente de ella sin dejar de mirarla. Ella me seguía con sus ojos, con todo su rostro en tensión. Sonreía. Continuaba mirándome y temblando, totalmente ajena a que otro turista ponía una limosna en su hucha de plástico. La vi ya estremecerse, con dos grandes lágrimas iluminando sus ojos, mientras le decía yo adiós con la mano
.
(San Petersburgo, 28 de julio de 2009).
Volver arriba