Ascensión del Señor y ascensos en el mundo

El Señor asciende porque primero desciende. Jesús no retuvo su categoría de Dios. Se abajó para servir mejor a todos. Y ya se sabe: el que se humilla será ensalzado

Los ascensos siempre son apetecibles. Ascender es la aspiración de todo ser humano en el terreno laboral, económico y, por supuesto, político. Así funciona el mundo. Y así, muchas veces, educamos a nuestros hijos: para triunfar, para llegar muy arriba, para conseguir el primer puesto.

La Ascensión del Señor es otra cosa. Si asciende es porque primero desciende. La carta a los filipenses lo dice bien claro: Jesús es el que no retuvo su categoría de Dios, el que se puso al nivel de los más pequeño, el que se abajó para servir mejor a todos. Y “por eso, Dios lo exaltó” (esa la conclusión de Flp 2,9), en línea con esa palabra de Jesús: “el que se humilla, será ensalzado” (Mt 23,12). Jesús no ha venido para ser servido, sino para servir. Sólo desde esta actitud resulta creíble la recomendación que hace a sus seguidores: el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos. En el mundo se actúa de otra manera, pues el primero exige que los demás se pongan a su servicio. Pero “entre vosotros no sea así”, dice Jesús a los suyos.

Mateo termina su evangelio (28,16-20) contando la despedida de Jesús. En este relato no hay ningún ascenso. Lo que hay es la promesa de una permanente presencia. Más que un ascenso hay un permanecer, un estar todos los días, una continua solidaridad. No hay ausencia de Jesús. Hay un nuevo modo de presencia, la de “aquél que no había dejado al Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al subir al cielo” (san León Magno). Por medio del Espíritu Santo se realiza este nuevo modo de presencia. El Espíritu hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. El Espíritu no es una compensación por la ausencia de Cristo, sino el modo como Cristo se hace presente. Gracias al Espíritu continúa la actividad salvífica de Cristo. Gracias al Espíritu, las palabras de Cristo se hacen nuevas, actuales, presentes. Gracias al Espíritu, Cristo no es un dato del pasado, no es arqueología.

Puesto que el Espíritu hace presente a Cristo, su misión es inseparable de la de Cristo: “recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros” (Jn 16,14). La obra más importante de Cristo y del Espíritu, la obra que revela a Dios, es la vida. El Espíritu da vida (Jn 6,63; 2 Co 3,6). Por tanto, los que son movidos por el Espíritu realizan obras de vida. ¿Acoger el extranjero, atender al enfermo, defender al maltratado, perdonar al que me ofende, son obras que dan vida? Si lo que buscamos son los ascensos, esas obras no son las adecuadas. Pero si nos dejamos guiar por el Espíritu, esas u otras parecidas serán nuestras obras.

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