El deseo ardiente de poseer riquezas, dignidades o fama lleva a las personas que se dejan dominar por la ambición a ser hasta crueles con todos los que le rodean.
El máximo deseo del ambicioso es acumular, sean honores, dignidades o riquezas como si ellas fueran un seguro de vida.
Como si las riquezas se las pudiera llevar al otro mundo. Lo expresa bien el salmo 112:
“(El justo) reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta y alzará la frente con dignidad. El malvado al verlo, se irritará, rechinará los dientes hasta consumirse. La ambición del malvado fracasará” (9-10).
Jesús lo dice claramente en la parábola del hombre que
habiendo tenido una cosecha muy abundante quiere construir unos grandes graneros para almacenar el grano, y después, darse la gran vida. Pero Dios le dijo:
“Necio, vas a morir esta misma noche: ¿para quién será lo que quieres guardar?”.
¿Para qué amasar?
¿No es más feliz el que comparte sus bienes? Y además hace felices a los otros.
Siempre recordaré un libanés bien situado que comentaba que el día que no había ayudado a nadie, por la noche no podía dormir.
Amar y dejarse amar, ahí estriba la auténtica felicidad.Texto: Hna. María Nuria Gaza.