El lugar de las visiones y revelaciones privadas en la mística cristiana Centrarse sólo en Cristo

Teresa de Jesús
Teresa de Jesús

"Los cristianos no deben buscar visiones y revelaciones privadas, sino que deben dirigir sus ojos 'sólo a Cristo'"

"Juan de la Cruz vivió en una época en que las visiones y las revelaciones privadas estaban a la orden del día a la sombra de la 'fábula mística'"

"Teresa de Jesús no critica de forma tan radical los fenómenos extraordinarios de la experiencia mística, ya que ella misma ha experimentado algunos intensamente (visiones y audiciones, arrebatos, raptos y éxtasis)"

"¿Pero qué hacer cuando el magisterio de la Iglesia rechaza la incómoda profecía y la “crítica de la Iglesia” que algunos místicos encarnan con su primado del 'solus Christus'?"

(Schweizerische Kirchenzeitung).- Las visiones y las revelaciones o profecías privadas son un fenómeno general en la historia de las religiones. En cada religión se interpretan de acuerdo con su propia autocomprensión teológica. La del cristianismo asume que la revelación ha culminado en Jesucristo y se ha acabado con Él, que es “el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Apc 22,13).

Con Juan de la Cruz contra la estupidez espiritual

En un importante pasaje de su libro “Subida al Monte Carmelo”, citado por el “Catecismo de la Iglesia Católica” (n. 65), el “doctor místico” Juan de la Cruz relativiza y “centra” el sentido de las visiones y de las revelaciones privadas según la autocomprensión mencionada: Después de darnos con el Hijo su propia Palabra, “Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar” (2S 22,4). Los cristianos no deben buscar visiones y revelaciones privadas, sino que deben dirigir sus ojos “sólo a Cristo”. A los que piden visiones, Dios Padre podría responderles así: “Si quieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo sujeto a mí y sujetado por mi amor y afligido, y verás cuántas te responde” (2S 22,6). Juan de la Cruz lo corrobora con referencia a Col 2:3 (en Cristo “están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”) y Col 2:9 (“Porque en él habita la plenitud de la divinidad corporalmente”).

Juan de la Cruz vivió en una época en que las visiones y las revelaciones privadas estaban a la orden del día a la sombra de la “fábula mística” (Michel de Certeau), lo mismo que lo estuvieron más tarde a la sombra de la exaltada piedad ultramontana del Corazón de Jesús o de la Inmaculada (ca. 1850-1960). Dedica capítulos enteros de sabia hermenéutica al discernimiento de los espíritus en estos fenómenos y concluye: “Por tanto, el alma pura, cauta y sencilla y humilde, con tanta fuerza y cuidado ha de resistir [y desechar] las revelaciones y otras visiones, como las muy peligrosas tentaciones” (2S 27,6).

San Juan de la Cruz

Su crítica se vuelve particularmente mordaz al contemplar un paisaje espiritual en el que “cualquiera alma de por ahí con cuatro maravedís de consideración, si siente algunas locuciones de éstas en algún recogimiento”, luego dice: “‘Díjome Dios’, ‘Respondióme Dios’; y no será así [...]; la gana que tienen de aquello y la afección que dello tienen en el espíritu, hace que ellos mismos se lo respondan y piensen que Dios se lo responde y se lo dice [...]; y no habrá sido poco más que nada, o nada, o menos que nada. Porque lo que no engendra humildad y caridad y mortificación y santa simplicidad y silencio, etc. ¿qué puede ser?” (2S 29,4-5).

La peligrosidad de las visiones según Teresa de Jesús

Teresa de Jesús no critica de forma tan radical los fenómenos extraordinarios de la experiencia mística, ya que ella misma ha experimentado algunos intensamente (visiones y audiciones, arrebatos, raptos y éxtasis). No faltan autores modernos que hablan de “la histeria desatada de sus visiones”. Pero Teresa no buscó esas experiencias. Hace hincapié en que no deben ser deseadas ni solicitadas en la oración; y si no la hubieran instado los teólogos y confesores a narrarlas, entre otras cosas como un ejercicio de control y autointerpretación similar al trabajo del sicoanálisis con los sueños, probablemente apenas sabríamos mucho de ellas, como es el caso del mismo Juan de la Cruz.

Teresa también comparte el mencionado discernimiento de los espíritus. Nos advierte sabia y enfáticamente de las patologías de la vida espiritual, relativiza esos fenómenos extraordinarios y distingue con mordaz ironía y con genio literario entre “arrobamientos” y “abobamientos” (4M 3,11). Advierte que hay que tener mucho cuidado sobre todo con las personas melancólicas, porque si además tienen “tan flaca cabeza e imaginación”, como ella misma ha visto, “todo lo que piensan les parece que lo ven: es harto peligroso” (4M 3,14). Superiores y confesores deben escuchar a estas personas “como a personas enfermas”, explicándoles con claridad que esos fenómenos no son “la sustancia para servir a Dios” (6M 3,2).

Teresa de Jesús

Dada la desconfianza prevaleciente ante las visiones, no fue fácil para Teresa convencer a los teólogos de su época de que Dios puede mucho “y que ha tenido por bien y tiene algunas veces comunicarlo a sus criaturas” (5M 1,8), lo que en definitiva es la esencia de la inmediatez de la experiencia mística en la historia del cristianismo. El hecho de que Teresa subordinara sus visiones al principio del “solus Christus” y de que de allí obtuviera una y otra vez fuerzas y aliento para seguir a Jesús, su “Majestad” y “buen Amigo”, se debe en gran parte a su propia sabiduría y experiencia espiritual, no sólo al consejo de los teólogos que la acompañaban. Sabía que en las visiones y otras experiencias místicas auténticas experimentar, entender y describir van de la mano. Con sus propias palabras: “porque una merced es dar el Señor la merced, y otra entender qué merced es y qué gracia; otra es saber decirla y dar a entender cómo es” (V 17,5). Teresa recibió del Señor las tres mercedes y por eso es la “doctora mística”.

Criterios de las visiones auténticas

Cuando algunos confesores le preguntan cómo puede estar tan segura de la experiencia de Dios, si las imágenes y figuras que ve en las visiones imaginativas no son exteriores como las cosas que percibimos con nuestros ojos, Teresa responde con su habitual confianza en sí misma: “Eso no lo sé yo, son obras suyas; mas sé que digo la verdad” (5M 1,11). Está firmemente convencida de lo que ha vivido porque, entre otras cosas, le queda después una certidumbre inquebrantable: “y quien no quedare con esta certidumbre, no diría yo que es unión de toda el alma con Dios” (5M 1,11). Como criterio adicional, Teresa nombra la unión inseparable del amor a Dios y al prójimo, el crecimiento en la humildad y todas las virtudes, pero también la conformidad con la Sagrada Escritura y el magisterio de la Iglesia. Los grandes místicos y teólogos subrayan además que la conformación cotidiana (mística de la vida diaria) con la voluntad de Dios en “la fe, la esperanza y la caridad”, sin visiones, es el caso normal de la vida cristiana y el camino de la salvación para todos.

El sueño de San José

Los grandes maestros místicos y teólogos académicos siempre han sido escépticos respecto a las visiones. Este escepticismo fue encarnado en nuestra época por Karl Rahner. En su muy citado estudio “Visiones y Profecías”, dice con Augustin Poulain, “que incluso entre la gente piadosa y ‘normal’, tres cuartas partes de las visiones son engaños bien intencionados, inofensivos pero reales. Se corre por tanto más peligro de errar en la valoración de estos fenómenos por ingenuidad que por escepticismo, especialmente en tiempos difíciles”. Añade, como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, que Cristo “se muestra de la forma más segura, aparte del sacramento del altar, en los pobres y necesitados”; lo que no deja de repetir hoy el papa Francisco.

No apaguéis el espíritu

En su comentario al “Mensaje de Fátima” del año 2000, el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Joseph Ratzinger, llamó la atención sobre lo esencial de las visiones y revelaciones privadas. Describe la estructura antropológica de éstas como una percepción imaginativa interior, que no se trata de fantasía, pero en la que el sujeto con su condición humana está íntimamente involucrado: “Él ve con sus concretas posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que le son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que en la exterior, de un proceso de traducción, de modo que el sujeto es esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece. La imagen puede llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades”. También para las experiencias místicas se puede aplicar, pues, el principio de interpretación de Juan de la Cruz, de que “Dios es como la fuente, de la que cada uno coge como lleva el vaso, y a veces deja coger por esos [vasos] y caños extraordinarios” (2S 21,29).

Juan de la Cruz

Para Juan de la Cruz, “todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” de Dios están encerrados en Cristo (Col 2:3), y en tal medida “que por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó todo lo más por decir, y así hay mucho que ahondar en Cristo”. Si esto es así, entonces las auténticas experiencias místicas y contemplativas son una oportunidad para sacar a la luz “algo nuevo” del misterio de Cristo para nuestro tiempo, porque “el Espíritu de la verdad” nos “guiará hasta la verdad plena” (Jn 16:13).

Ratzinger se refiere en el comentario citado a las profundas palabras del Papa Gregorio Magno: “la comprensión de las palabras divinas crece con su reiterada lectura” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 94; Gregorio, In Ez 1, 7, 8). Y también se refiere a las tres maneras esenciales en que se realiza la guía del Espíritu Santo en la Iglesia y, en consecuencia, el “crecimiento de la Palabra”: “a través de la meditación y del estudio por parte de los fieles, por medio del conocimiento profundo, que deriva de la experiencia espiritual y por medio de la predicación de ‘los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad’ (Dei Verbum, 8)”. Por lo tanto, ante las visiones y revelaciones privadas, vale este principio fundamental: “No apaguéis el espíritu, no despreciéis las profecías. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno” (1 Tes 5:19-21).

¿Pero qué hacer cuando el magisterio de la Iglesia rechaza la incómoda profecía y la “crítica de la Iglesia” que algunos místicos encarnan con su primado del “solus Christus”? ¿Qué hacer cuando muchos cristianos, con su sentido de la fe y su experiencia de Dios, sienten que ha llegado el momento del “salto hacia adelante” y de la “mejor comprensión del Evangelio” de que hablaba Juan XXIII? La teología actual no puede dejar de lado estas cuestiones, a no ser que se practique de espaldas a los signos de los tiempos en una torre de marfil académica, sin escuchar “el grito de mi pueblo” (Ex 3,7).

Solus Christus

Volver arriba