"El poder puede matar y mata" Don Francisco C.
(Ángel Aznárez, en La Nueva España).- El entremés. Últimamente es como si los «Franciscos» rebosaren o nos rebasaren incontenibles; como si estuviéramos asistiendo a un aquelarre con muchas brujas y brujos con sostenes y bragueros desatados, con agite al aire sus mamas y hernias. Es como si Fausto y sus demonios nos hubiesen visitado quedándose entre nosotros con muchos enredos por conjuras luciferinas.
Por estas mismas páginas ya pasó un Francisco, sexagenario, muy joven para la casi nonagenaria Liliane Bettencourt, otra tía Lilí, la tía más rica de Francia. Hoy pasará Francesco C., que protagonizó una desgracia, recibiendo en premio muchos palacios. Si hiciéramos un tríptico, habría de salir otro Francisco C., asturiano y con A intercalada de Álvarez, de muchos amigos y de poderosos enemigos por su voluntad. Y si quisiéramos completar una cuadrilla, como de taurinos, habría de incorporarse el pastor de fieles y mio frate, el Excelentísimo y Reverendísimo Monseñor Arzobispo de Oviedo, casi, casi conde de Noreña, el cual, por ser franciscano (o de Francisco, el Santo de Asís), es el más Francisco de los cuatro Franciscos, no obstante tanto título y no llamarse Francisco -ya se lo prometimos por escrito aquí, en LA NUEVA ESPAÑA, el domingo 31 de enero último, de mañana soleada y gozosa.
Francesco Cossiga, aunque murió hace un par de meses, es de actualidad, con homenaje la semana pasada en el Senado y la Cámara de Diputados italianos, leyéndose una carta amorosa -como todas las suyas y lo suyo- de Berlusconi, siempre muy cavaliere. Cossiga fue uno de esos a los que Oliviero Toscani, el desmesurado publicista de Benetton, se refería en un periódico español el miércoles 23 de marzo de 1994: «Los políticos italianos son como los travestis a la espera de clientes». De lo italiano y de los italianos cada lector/a tendrá a buen seguro una idea propia, exponiendo a continuación la mía: resulta fascinante ver y oír a las élites italianas, que parecen creer en casi todo, cuando, en realidad, no creen en casi nada. Esa fascinación se produce tanto al oír el discurso antimafia de un onorevole deputato mafioso como al ver la fe, la devoción y el recogimiento de algunos monseñores de la curia vaticana en las liturgias celebradas por el Sumo Pontífice en la plaza de San Pedro.
l II.- El drama.
Cossiga era el ministro del Interior durante el secuestro y asesinato del político democristiano Aldo Moro (primavera de 1978) por obra de las Brigadas Rojas, empeñado éste último, desde 1973, en la alianza de gobierno entre los comunistas y los cristianodemócratas (el llamado «compromesso storico»), que en la mañana del crimen, precisamente, se iba a producir la coronación de tal «compromesso» con la votación en el Parlamento del 4.º Gobierno Andreotti, de cristianos y comunistas. Una de las muchas rarezas acaecidas durante el secuestro sorprendió al propio secuestrado, que, en carta a Cossiga, se preguntó qué era eso de que el Estado italiano por la razón de Estado, por principios y por respeto institucional no podía negociar con terroristas para salvarle la vida. Efectivamente, el Estado italiano, tan reciente (franceses, austriacos, Borbones y bribones por allí pasaron y se quedaron), tan débil (no se sabía quién mandaba allí, si el Estado, si el Vaticano o la mafia), de pronto (el Estado) se irguió como cobra asiática y se puso tieso. Cossiga fue el más inflexible defensor de las instituciones: «De la capitulación del Estado, jamás», tal como escribió por última vez en su libro «Per caritá di patria» (Ed. Mondadori, 3.ª Edición 2003, pág. 236), pasando de Cossiga a denominarse Kossiga por «cabezón».
Con motivo del 30.º aniversario de la muerte de Aldo Moro, un diario español publicó el domingo 16 de marzo de 2008 una entrevista a la hija mayor de Moro, María Fida Moro, la cual, a la pregunta de un periodista, contestó: «El responsable del asesinato de mi padre fue el poder, el poder en todas sus manifestaciones». Y lo siento por María Fida, pero decir eso es igual que decir nada. El «compromesso» de su padre Moro (comunistas al poder) rompía otro compromiso más importante: el de Yalta, sobre el reparto de Europa entre Churchill, Roosevelt y Stalin. Italia ocupaba en el sistema occidental una posición estratégica importante, vecina de Yugoslavia y con una política mediterránea muy pro palestina. El germánico Kissinger, nacionalizado estadounidense, advirtió a Moro, y éste ni le hizo caso ni tuvo en cuenta el rigor del alemán (nadie debió recordarle lo de Salvador Allende y otras fechorías, alguna en la España que fue y dejó de ser de Carrero Blanco). Hace poco la prensa italiana recogió las manifestaciones de un antiguo funcionario del Departamento de Estado, Steve Pieczenick, que explicó: «Con Cossiga y Andreotti decidimos dejar morir a Moro».
Y aquí surgen dos cuestiones: 1.ª) En un magnicidio o gran atentado con muchos muertos, nunca es uno el que actúa, sino varios, simultánea o sucesivamente; en el caso de Moro actuaron por acción y omisión muchos: los USA, la propia Democracia Cristiana, las organizaciones secretas y anticomunistas como la P2 y Gladio, servicios secretos nacionales y extranjeros (jamás olvidarse de Francia). Lo del Vaticano fue curioso, pues mientras el Papa Pablo VI no dejaba de llorar, los del piso de abajo de su palacio apostólico, los de la Secretaría de Estado, hacían de las suyas, dirigidos por el tenebroso cardenal Villot, el mismo tenebroso que acompañó a Juan Pablo I, el efímero, hasta que se decidió enviarlo a la «Casa del Padre».
2.ª) Los que pegaron los tiros fueron los terroristas, pero los terroristas en países de Estado frágil, como Italia y España -ésta con parecida importancia estratégica en aquellos tiempos de la guerra fría-, resultaron ser unos agentes políticos básicos para mantener el statu quo (nada hubiesen conseguido en Francia, Alemania o Gran Bretaña). En Italia, después de la muerte de Moro, las elecciones las ganó la derecha por amplia mayoría, y en España la transición, y no la ruptura, fue posible, entre otros factores, por las acciones terroristas manipuladas, que empezaron con la voladura de Carrero Blanco.
El poder no es sólo tema de antropología y de política, lo es asimismo de «tanatología», ya que puede matar y mata. El poder, para mantenerse o engordar, implicando intereses importantes, económicos o estratégicos, puede no dudar en matar; matar primero moralmente con infamias y descréditos, y, si falta hiciere, eliminando físicamente al pretendiente. A la pregunta de qué dice a esto la democracia, la respuesta sería que nada; es engañada como casi todos, quedándose con cara de pasmo como novia virgen entrando al desposorio por la Puerta de los Palos de la Giralda. Los jueces harán sus trabajos imposibles, los medios de comunicación gritarán como exorcistas y los ciudadanos votarán manipulados por manos negras.
Francesco Cossiga, después de su enorme fracaso como ministro del Interior y con la acusación de haber dejado morir a Aldo Moro, continuó imparable su «Cursus honorum»; residió en Palazzo Giustiniani por ser presidente del Senado, en Palazzo Chigi por ser presidente del Gobierno y en Palazzo Quirinale por ser presidente de la República. Todo un récord que no llegó a conseguir su amigo-enemigo nombrado Babbo, Belcebú y apellidado Andreotti, al que Juan Pablo II daba ostensiblemente la sagrada comunión mientras en Palermo los jueces le imputaban por mafioso y los de Perugia por el asesinato de un periodista. Cossiga, en una entrevista publicada en el «Corriere della Sera» el 8 de julio de 2008, dice al periodista Aldo Cazzullo: «Creo que Estados Unidos y la CIA no han sido extraños a la "disgrazie" de Andreotti y de Craxi». Amén y amén.
Cossiga, como hombre importante que fue, resultó de muchas incoherencias -para ser muy coherente hay que ser autónomo o pequeño, y para ser grande hay que depender de los demás, o sea, ser heterónomo-. Se rió mucho de Aznar, que hizo lo mismo que él: ser inflexible con los terroristas. En su libro ya indicado «Per caritá di patria» escribió que únicamente los fundadores de questo Stato son los que saben cómo hacerlo funcionar, y resulta que dejó caer la I República mientras la presidía. Se opuso al «compromesso» de Moro y a finales de los años noventa (ciertamente ya no en guerra fría), gracias a los votos de los diputados del partido que fundó, llevó al comunista Massimo D'Alema como en carroza a la Presidencia del Gobierno.
Concluyamos esta pieza, de entremés y drama, con el bíblico Eclesiastés, que es manual básico para políticos muy artistas y retorcidos. En ese libro se prefiere el perro vivo al león muerto. Cossiga fue león, que, por muerto, ya es nada. Queda el perro vivo, que pudiera ser, no il Cavaliere-Condottiero, sino el otro, más viejo, de mucho comulgar y de Belcebú.