El 'caso Loriente' y la responsabilidad de los pastores: ¿Qué falló? Cuando la fragilidad se vuelve escándalo

Soledad
Soledad J. Bastante

"El caso de Carlos Loriente ha puesto sobre la mesa una pregunta incómoda pero necesaria: ¿qué falló en los procesos de acompañamiento, formación y discernimiento para que estas conductas no fueran detectadas o prevenidas a tiempo?"

"Necesitamos testigos maduros y relacionales, personas que salgan del egocentrismo hacia el alterocentrismo, auténticos “buenos samaritanos”.  Solo desde esta “salida” podemos acompañar y ayudar a sanar, mostrando la fragilidad como humanidad compartida y no como algo a esconder"

"Atribuir responsabilidades a factores externos es, precisamente, el punto donde comienzan los problemas"

Todos somos frágiles. La fragilidad no es un accidente en la condición humana, sino parte constitutiva de ella. Nos recuerda que somos seres necesitados, dependientes unos de otros; solos, no podemos, no somos. La historia humana está marcada por heridas, carencias y limitaciones, y esto repercute en nuestra manera de actuar y relacionarnos.

Desde la psicología sabemos que una fragilidad no reconocida o negada puede manifestarse en síntomas desadaptativos: el miedo puede compensarse controlando a otros; la inseguridad afectiva puede derivar en dependencia; la necesidad de amor puede expresarse sometiéndose, dominando o huyendo. Cuando estas dinámicas se presentan en una persona con cierto tipo de poder —cualquiera que sea su forma— lo que comenzó como una herida personal, puede transformarse en un patrón relacional que, en algunos casos, genera consecuencias negativas hasta alcanzar la categoría de “delito a la salud pública”.

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El caso de Carlos Loriente ha puesto sobre la mesa una pregunta incómoda pero necesaria: ¿qué falló en los procesos de acompañamiento, formación y discernimiento para que estas conductas no fueran detectadas o prevenidas a tiempo? No se cae en ciertos patrones de la noche a la mañana; se trata de un proceso prolongado en el que varias alertas tienen que haber pasado desapercibidas o, de ser vistas, no supieron ser acompañadas.

Carlos Loriente
Carlos Loriente

Al intentar comprender por qué una persona que lleva tanto tiempo en una institución, llega a esta situación, me surgen algunos factores predisponentes: una formación centrada en lo académico y doctrinal, descuidando el trabajo profundo sobre la propia historia afectiva y vincular; un acompañamiento en distintas etapas, reducido a normas y comportamientos visibles, sin verdaderos espacios de escucha profunda, acogida y entorno seguro; una cultura del silencio, donde expresar luchas internas se percibe como amenaza al “prestigio” o a la imagen, tanto del acompañante como del acompañado; una evaluación que prioriza un  liderazgo o una intelectualidad,  por sobre la madurez psicológica, afectiva y relacional; una idealización del ministerio y exigencia de perfección, que dificulta mostrar la fragilidad y favorece el desarrollo de un “falso self”.

Una cultura del silencio, donde expresar luchas internas se percibe como amenaza al “prestigio” o a la imagen, tanto del acompañante como del acompañado; una evaluación que prioriza un  liderazgo o una intelectualidad,  por sobre la madurez psicológica, afectiva y relacional; una idealización del ministerio y exigencia de perfección, que dificulta mostrar la fragilidad y favorece el desarrollo de un “falso self”

Winnicott describe el “falso self” como una construcción defensiva que surge cuando la persona no puede expresar su self verdadero debido a la falta de un entorno suficientemente seguro y sostenedor. Este mecanismo permite funcionar socialmente, cumplir expectativas y protegerse del rechazo, pero desconecta a la persona de sus emociones auténticas, deseos y límites. La protección temporal de la imagen externa no resuelve la fragilidad interna, que puede manifestarse posteriormente en conductas impulsivas, abusivas o escandalosas.

Es importante subrayar que estas conductas no surgen de un “enemigo” que se aprovecha, como se ha llegado a afirmar, de la “soledad y el aislamiento. Justamente si estas existen,  son las que se deberían haber atendido. De todas maneras, no justifican el daño ni exoneran la responsabilidad personal e institucional. Son señales de vulnerabilidad que exigen conciencia, acompañamiento y acción. Atribuir responsabilidades a factores externos es, precisamente, el punto donde comienzan los problemas.

Soledad del sacerdote
Soledad del sacerdote

Estos hechos tienen que interpelarnos como personas, como cristianos y como iglesia. En mayor o menor medida, todos podemos “caer”.  En este mundo donde las relaciones interpersonales cada vez son más frágiles, inconsistentes, “artificiales”, como cristianos, tendríamos que llegar a  vivirlas como lugares de evangelización. Cada vínculo, es una oportunidad para anunciar a Dios. Y así lo invisible se hace visible: en cada gesto, palabra y escucha verdadera a nuestro prójimo. 

Necesitamos testigos maduros y relacionales, personas que salgan del egocentrismo hacia el alterocentrismo, auténticos “buenos samaritanos”.  Solo desde esta “salida” podemos acompañar y ayudar a sanar, mostrando la fragilidad como humanidad compartida y no como algo a esconder. El otro nos despierta, nos invita a crecer y nos recuerda que vivir el amor verdadero es, en sí mismo, un acto de fe y de transformación.

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