"Sólo 'somos siervos sin provecho'" La salvación trascendente
(José María Rivas).- La queja del hermano mayor de la parábola del Hijo Pródigo encaja bien con la creencia común de ser la fidelidad a Dios prestación personal merecedora de retribución o de premio extrínseco. La respuesta del padre, por el contrario, se articula mejor en lo que decía en mi último escrito ("La condena del hombre") sobre el bienestar y la plenitud interiores que confiere de por sí el solo hecho de "vivir cerca" de la «justicia de Dios». Es más, esa respuesta apunta a una sobreabundancia, que desborda los lindes venturosos del vivir como hueso encajado, no dislocado, la relación consustancial de la creatura con su Creador.
Tal sobreabundancia, aunque se entrelaza con lo creacional, lo trasciende. Es don exclusivo del amor insondable de Dios. Lo de: "Hijo, tú siem¬pre estás conmigo y todos mis bienes son tuyos" (Lc 15,31), rebasa en efecto el ámbito de lo retributivo y del servicio, con el que se contentaba el pródigo arrepentido al proponerse regresar a su padre y pedirle le recibiera por jornalero.
Esa frase nos vale a todos los que procuramos no alejarnos de la «justicia de Dios», tanto más cuanto más empeño y esmero pongamos en "servirle". Nos habla de una salvación que sobrepasa la dinámica de la "religión"; la dinámica del "religarse" al Hacedor supremo. Nos habla del vivir como hijo en la casa de Dios Padre con participación y condominio de todos sus bienes.
De esa sobreabundancia no es extraño gozar ya en este mundo. No tanto en sí misma, cuanto en como sus albores. ¡Lástima que el fervor "religioso" lleve con frecuencia a apreciarlo logro y mérito personal! Así es difícil disfrutar de toda su enjundia en el anonadamiento exultante del "Engrandece mi alma al Señor, porque ha puesto sus ojos en mi nada realizando en mí obras prodigiosas".
Pero cuando dicha sobreabundancia estallará y se desbordará sobre nosotros será al producirse el paso a la eternidad (1Jn 3,1-2). En ésta, la plenitud de bienestar personal no penderá directamente de haber vivido aquí en cercanía a la «justicia de Dios». La condenación eterna es, sí, fruto de no haberlo hecho; pero fruto que sólo cuaja cuando ni al final se tiene la honradez de reconocerlo para volver suplicantes los ojos a nuestro Dios y Padre. Aunque sólo sea confusamente esperanzados en su amor desmedido (Jn 3,16).
Plasmación ejemplarizante de ello es la agonía del que llamamos Buen Ladrón. Su reproche al otro, al blasfemo, fue reconocimiento de su propia delincuencia y sus palabras a Jesús crucificado, súplica confiada hasta el abandono: «Acuérdate de mí, cuando vengas como rey»...
No parece razonable pensar que aquel ajusticiado tuviera una idea muy clara de la divinidad de Jesús, ni de la infinitud de su amor; sino sólo de su bondad terrenal (Lc 23,41-42) y de su condición de rey a lo sumo transmundana. Pero con sólo eso quedó de inmediato liberado de sus propios delitos: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso»..
Tampoco contarán los pecados cometidos. Todos absolutamente que¬daron saldados en la cruz de Cristo (Rom 3,21-24). Con ella Jesús pagó un rescate que excluye "más ofrendas por el pecado" (Heb 10,18). Todos nos sentaremos a la misma mesa. Se trata de un ban¬quete que se parece al de bodas que un rey preparó a su hijo, no del que cada uno se costea -¡ficción imposi¬ble!- de acuerdo con su propia "economía".
Es más: ni la entrada al Banquete depende ultimadamente de llevar puesto el "traje de fiesta". Es condición indispensable; pero insuficiente. Porque llevarlo no da derecho a participar de él. Nadie lo tiene para ningún banquete ajeno, ni por más que se engalane, salvo que cuente con invitación. La de Dios para el suyo todos la tenemos recibida de balde (Ap 21,6) y gratis la reciben hasta los irreligiosos que transitan las encrucijadas y caminos del mundo (Ef 2,1-5).
Nosotros solemos creemos que nos ganamos o merecemos la vida eterna con nuestros actos, y podría decirse que concebimos el cielo a la manera de asamblea triunfal de los "medallistas olímpicos del cristianismo". Pero en realidad es congregación y presentación en la casa del Padre de los trofeos de su amor espléndido (Ef 2,5-8), capaz de transformarnos de verdad en hijos suyos (1Jn 3,1-2) sólo por creer en Él (Jn 1,12). Pese a ser todos barro, absolutamente todos, a veces incluso hediondo.
De nosotros mismos no brota ni puede brotar dejar de serlo. Por más virtuosos que seamos nunca pasaremos, ni en el mejor de los casos, de hacer lo que debemos. Sólo «somos siervos sin provecho» (Lc 17,9-10). Esto es, sin capacidad de autoenriquecernos y medrar, ni de adquirir derechos frente al Dios al cual pertenecemos de arriba abajo por título de creación. En parte, sólo en parte, puede compararse a lo que les sucede hoy a los investigadores contratados por una empresa: no tienen derecho retributivo por sus hallazgos; jurídicamente no son suyos, sino de ella.
Ninguno sin excepción alguna puede superar por sí mismo esta nuestra condición innata de siervo sin derechos, de suerte que al acabar la "jornada" pueda reclamar paga al Amo (Lc 17,7.10). Mucho menos que esa paga sea sentarnos a su mesa y que Él mismo se ponga a servirnos, como dicen las expresiones parabólicas del evangelio de Lucas (12,37), sobre la plenitud inimaginable que nuestro Dios Amor quiere concedernos a todos.
El abismo que nos separa a los creados del Creador es para nosotros tan infranqueable como el que media entre la gehena y el seno de Abrahán. Lo único a nuestro alcance, en orden a la salvación eterna que Dios quiere conferirnos, es extender hacia Él nuestra mano en la seguridad de que nos la tomará, para hacernos brincar por encima de la sima abierta ante nosotros, aunque con ingenuidad infantil luego "presumiéramos en el cole" de ser nosotros los que damos el salto.
Al tomar conciencia de la imposibilidad de merecer lo que queda fuera y mucho más allá de todo mérito, irrumpe el gozo radiante de saber que se recibirá increíblemente más de lo que nadie puede imaginarse, y se siente el impulso a unirse ya aquí en esperanza a la muchedumbre ingente del Apocalipsis, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, que de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos, "gritan con voz fuerte: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero»" (Ap 7,9-10). ¡De nadie más! «Amén. La sabiduría y la gloria, y la acción de gracias, y el honor y el poderío, y la fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén»