Existió una época en que la programación televisiva colocaba su particular cartelito de “Cerrado”, una época en que pocos minutos después que Mayra Gómez Kemp premiara con un Ford Escort 1.4 o una caja de cerillas a Sergio y Ana, amigos y residentes en Majadahonda, aparecía de repente un álbum de fotos del Rey y su familia, estampas fijas similares a la de cualquier familia española con la estética de los Alcántara, pero con la sutil y única diferencia que los quince días de veraneo en Benidorm eran una concatenación de fiestas, recepciones estilo anuncio de Ferrero, esquí en Baqueira, vela en Palma y desfiles militares varios para sacar del fondo del regio armario la colección de uniformes.
Y todo con el himno de fondo (el popular chán, chán, cháaaaan, chán sin letra, ¿o ya tiene?) y una bandera final (creo recordar) castigada de forma espástica por el viento. Mi momento favorito era cuando la pantalla se dividía en cuatro partes: en una, la misma bandera mareada; en otra, un dibujo del mapa de España con las autonomías pintadas de colorines, al más puro estilo de un libro de Sociales de la EGB (lo que viene a ser hoy la Primaria, pero en más largo); una tercera, ofrecía la instructiva primera página de la Constitución con letra gótica y fondo amarillento para hacer antiguo; la cuarta, claro, era el Rey, con una banda azul celeste como de miss y un fondo que sería de la clásica chimenea renacentista o del salón-comedor Luis XVI de cualquier hogar, para irse luego combinando con varias de esas estampas familiares de reina, príncipe e infantas.
A continuación aparecía uno de los programas más vistos de la historia, la Carta de Ajuste, previa a una de las más angustiosas imágenes televisivas (no, no hablo de Mercedes Milà): la nieve, esos miles de puntitos anárquicos y crepitantes a los que más de uno dedicamos algunos de los minutos más estúpidos de nuestras vidas. Técnicamente hablando la carta de ajuste es (o era) una señal de prueba de televisión que se emitía en ausencia de programación, con la finalidad de mantener activa toda la cadena de emisión. O sea, un dibujo con cuadraditos, líneas, colorines y barritas que aparecían en la pantalla cuando ya no había otra cosa que emitir, acompañado de la hora y el día, una hora que más de uno se dedicaba a ¿leer? durante un indeterminado espacio de tiempo, antes de descubrir, de nuevo, lo estúpido de tal acción. La carta de ajuste, en realidad, daba fe del pánico a la hoja en blanco televisivo, a la ausencia, al vacío, a abandonar las horas del crepúsculo para adentrarnos en los terrores nocturnos, en las pesadillas prelaborales o en los sueños de caída sin fin.