Institución eclesial y Pueblo de Dios

Cuando decimos “institución religiosa”, nos referimos a la organización para la vivencia de la fe: la que se dan los jesuitas, las benedictinas o la organización eclesial de cualquier religión, que en el caso católico tiene su sede en Roma. Pero lo que sustenta y da vida a todas ellas es el Mensaje o misión y la vivencia. Y cuando ocurre lo contrario, y la institución es más importante que el Mensaje, tenemos un grave problema, como el que trata de superar el Papa Francisco a base de reformas de calado que pongan el Evangelio en el centro de la vida eclesial.

El capítulo segundo de la Lumen Gentium (Concilio Vaticano II), “El Pueblo de Dios”, llama así a la Iglesia como una manera de expresar que es una institución formada por hombres y mujeres concretos en medio de todas las dificultades de la vida que manifiestan la fe en sus vidas. Por primera vez, el título de "Pueblo de Dios” encabezaba el capítulo dedicado a los laicos desde una idea de unidad entre quienes forman parte de la Iglesia basada en la igualdad de todos por el Bautismo, que es previo a cualquier diferencia por razón de cargo o estado jerárquico.

De esta manera, se puso en valor lo que es común a todos los miembros de la Iglesia, atención, ¡con anterioridad a toda distinción de rango y jerarquía entre ellos y con la misma dignidad cristiana!, como lo señaló Yves Congar, el que fuera uno de los principales padres conciliares.

Desde estos postulados ha ido creando la conciencia de que la Iglesia no es solamente la institución, ni lo más importante. El término Ekklesia significa lo mismo que “Pueblo de Dios”, referido a la comunidad misionera del Señor. En los Hechos aparece claramente que la Iglesia de Cristo es el nuevo Pueblo de Dios (Hch 15,14), continuación del "Pueblo de Israel”, que actualiza la Alianza.

Por tanto, la comunidad cristiana primitiva tuvo conciencia de ser el Pueblo escatológico de Dios, más allá de sentirse como una  aglomeración de bautizados en una organización (necesaria), lo cual significa que la Iglesia, por definición es ‘comunidad', es decir, fraternidad, y que la jerarquía, a saber, no tendría sentido si no estuviera concebida como un servicio al Pueblo. Y aquí es donde comienza el problema, cuando la institución al servicio de la comunidad y la evangelización, se convierte en algo más importante que el Mensaje y que la vivencia de fe: en un poder que vive la religión como una ideología con formas religiosas y príncipes de la Iglesia en un Estado vaticano anacrónico y otras cosas. Ya ocurrió en tiempos de Jesús con el poder en torno al Templo. Y ahora lo está padeciendo Francisco.

Recuerdo a Juan Pablo II afirmando tajante que la constitución jerárquica de la Iglesia “es voluntad de Cristo”. Lo cierto es que Jesús no dice absolutamente nada de la estructura jerárquica de la Iglesia. En todo caso se refirió a la comunidad fraterna, pero aquél Papa dio un golpe en la mesa sin ningún fundamento ante las críticas fundadas de autoritarismo dentro de la Iglesia.

Nada tengo contra la existencia de la institución eclesial como parte de la Iglesia toda para un funcionamiento eficiente y eficaz. Pero no es menos cierto que se ha convertido en el epicentro de todo al son del clericalismo rampante de clérigos… y de una porción importante del laicado. La necesidad es otra: los católicos debemos transformarnos para transformar nuestra Iglesia en una verdadera comunidad de vida a la escucha, sinodal, prestos para trabajar en serio por el Reino mano a mano, abriendo caminos y actitudes nuevas en la iglesia, como la renovación profunda del Derecho Canónico, nuestra actitud oracional o la autocrítica humilde, para que se abajen las resistencias multiseculares de la institución eclesial. Solo así lograremos transformar la realidad, comenzando por nuestro entorno más cercano.

Aquél grupito de iletrados con Jesús al frente sembraron la semilla del amor que da el sentido verdadero a la vida y a la historia. No será una institución eclesial encastillada la que propicie la conversión, sino la vivencia del agapé fraternal, convertida en camino sinodal apasionante en la Iglesia. Parapetarse en seguridades mundanas y en el inmovilismo, evidencia falta de confianza en el Mensaje y falta de fe en Cristo.  

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