El boomerang del consumismo

Si algún lugar está concurrido en los tiempos de ocio, son los centros comerciales, convertidos en lugares favoritos para pasar el día: ir de compras, con niños y todo, que para eso las grandes cadenas de distribución han dispuesto de espacios infantiles que nos permiten mayor libertad para sentirnos bien en los templos de consumo. Del Homo faber hemos pasado al Homo consumens…

Que nadie se sienta mal por no apetecerle un plan mejor a la presión consumista que nos abruma ahora con envoltorio ecológico: si aumenta el consumo, aumenta la demanda. Si aumenta la demanda, crece la producción; y a mayor producción, más puestos de trabajo; a más puestos de trabajo, más dinero con lo cual la riqueza se va extendiendo hasta llegar al Tercer Mundo. Así, mientras pasamos el día consumiendo por los ojos con la tarjeta de crédito en ristre, beneficiamos al sistema productivo. No nos añaden que el crecimiento consumista es insostenible y, por tanto, no se convierte en verdadero desarrollo humano.

Pero hay una segunda lectura más ajustada a la realidad: al aumentar la demanda, aumenta la productividad porque las empresas que pueden hacerlo usan tecnologías punteras que amortizan puestos de trabajo; así pueden recortar las plantillas de trabajadores porque los que se quedan producen más, sin contar con la precariedad laboral. Eso sí, al Tercer Mundo, le llegan las sobras en forma de trabajos mal pagados e insalubres mientras que les ponemos trabas a la salida de sus productos y a que se agencien consumidores del mundo rico… a  no ser que vengan a través de nuestras empresas.

El exceso de consumo o consumismo se ha convertido en un estilo de vida frente al problema de la falta de consumo básico en la mayoría del Planeta. Se ha visto claramente con la pandemia y la falta de solidaridad a la hora de facilitar vacunas al Tercer Mundo mientras nos llevamos sus materias primas sin respetar el ecosistema.

Todo esto no es nuevo pero, así leído, lo parece para los que vivimos en la burbuja de cristal de la cultura consumista, sobre todo de mercancías superfluas para la supervivencia pero no para la autoestima social. Hemos llegado al extremo de que las empresas pueden no crear puestos de trabajo y dejar insatisfechas necesidades básicas de la población, pero no pueden dejar de producir. O al contrario, tirar a la basura producciones enteras para que los precios alcancen un nivel más competitivo.

La autoestima esté tan vinculada al éxito medido en bienes de consumo que nos hemos hecho dependientes de este estilo de vida, en el que la capacidad de crear nuevos deseos reside la piedra angular del consumismo moderno. En este sentido, la economía entra en contradicción consigo misma, como dice Galbraith: cabría esperar que con el aumento del bienestar disminuyera la urgencia de producción de nuevos bienes de consumo y, sin embargo, no es así. Nunca existe el concepto de “lo suficiente”, de “bastante”.

A la vista de cómo se están poniendo las cosas con la globalización financiera (pero no de la justicia), algunos creen que una solución pasa por obligarles a los pobres a reducir el número de hijos en el Tercer Mundo. Pero, ¿no sería mucho más justo y razonable que cooperemos con ellos para que consigan tal nivel de cultura y sanidad, de calidad de vida, para que ellos mismos controlen el número de hijos desde su autonomía y su responsabilidad ética? Es solo un ejemplo de este magnífico disparate económico alejado de la estructural moral del ser humano y de la proclamada igual dignidad de todas las personas, tratadas como medios de consumo hedonista y por la utilidad que reportan, y no como fines en sí mismos.

Un dato más cercano: terminado el periodo de vigencia de la Estrategia UE2020, España no cumplió con el objetivo de reducción de la pobreza y exclusión social al que se había comprometido con Europa. En este sentido, los indicadores propuestos para su evaluación que miden pobreza, privación material severa y baja intensidad de empleo, no solo no se redujeron, sino que se incrementaron de forma notable. Y en esas andábamos cuando apareció el coronavirus en escena empeorando las cosas.

El héroe griego Ulises tuvo que pasar entre los dos peligros Escila y Caribdis. Las dos criaturas míticas representan las amenazas del estrecho de Mesina entre la Italia peninsular y la isla de Sicilia. Así estamos navegando los del barco rico: entre la rigidez del Sistema económico neoliberal que no permite terceras vías reales, cual roca de Escila en la que nos estrellamos cada vez con más fuerza perdiendo oportunidades. Y el remolino de Caridbis o la cobardía que nos atenaza, ahora que las consecuencias nefastas del consumismo para el ecosistema apuntan también contra nosotros. Einstein decía que los problemas no se pueden resolver con la misma forma de pensar que los originó. Ulises no conocía esta lección elemental, pero nosotros sí.

Posdata. Si hay alguien que se pregunte si esta reflexión es poco apropiada para un foro cristiano, le recordaré la lucidez con la que se expresó Helder Cámara, cuando era obispo en Brasil en la segunda mitad del siglo XX, y ahora en proceso de beatificación: “Si les doy de comer a los pobres, me llaman santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy comunista”.

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