Cristo nos abre las puertas

Sabemos por el Evangelio que tras su Resurrección, Jesucristo se hizo presente, aunque de otro modo, ante los apóstoles, los discípulos y aquellas mujeres que le acompañaban por los caminos de Palestina. Y que, llegado el momento, se despidió de los apóstoles elevándose hacia el cielo. Comentando estos pasajes, Benedicto XVI nos advierte de que “la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad”. Entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él.

Algo de esto debieron experimentar los apóstoles porque, lejos de caer en el desánimo de la orfandad, nos dicen las Escrituras que volvieron a Jerusalén “con gran gozo” (Lc 24-52). La explicación es clara: no habían perdido a Cristo para siempre, sino que habían visto abiertas para ellos las puertas de la vida eterna.

La Resurrección es el fundamento de la fe cristiana y la Ascensión es el de nuestra esperanza de vida eterna en Dios. Jesús, que siendo Dios vivió en la tierra como uno de nosotros, se ha ido a prepararnos la morada celestial, su regalo excelso, el que vino a traernos a la tierra como un don de su generosidad sin límites.

En su famoso libro Mero Cristianismo, C.S. Lewis resalta ese carácter de don de Dios que tiene el cielo, y lo contrapone con algunas ideas que a veces tenemos en nuestra miopía para los temas espirituales. De este modo nos dice que tenemos que abandonar la idea de que Dios nos pone una especie de examen, en el que se trata de sacar buenas notas y merecer el premio. Según esto tendríamos con Él una especie de pacto en el que, si cumplimos nuestra parte del contrato, Dios queda en deuda con nosotros y, por simple justicia, se ve necesitado de cumplir a su vez su parte dándonos lo que nos corresponde.

El mismo escritor inglés recuerda que los cristianos a menudo han discutido si lo que salva es la fe en Cristo o son las buenas acciones. A él le parece que es cómo preguntar cuál de las dos cuchillas de una tijera es más útil. En efecto, ni se puede despreciar la fe, ni menospreciar las buenas obras, conscientes, eso sí, de que todo lo que tenemos, comenzando por la propia vida, es don de Dios. En este sentido valdría la metáfora del niño al que su padre le entrega un dinero. Desde entonces es del hijo, pero porque se lo ha entregado el padre. Lo que corresponde al hijo es hacerlo fructificar, como en la parábola de los talentos.

Inmediatamente antes de la Ascensión, Jesús se despide de sus apóstoles diciéndoles: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Es el encargo que nos hace a todos. Antes de ir al cielo que nos tiene prometido, tenemos un trabajo que hacer en la tierra: con el ejemplo y la palabra hemos de dar testimonio de esta vida feliz que nos espera a todos.

† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y Primado
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