La despedida de Jesús

En el pasaje que leemos en la Iglesia este domingo, Jesús anuncia dos venidas. Promete la venida de otro Consolador, que identifica como el Espíritu de verdad; lo llama otro porque viene a suplir en cierto modo la ausencia de Jesús. Pero luego promete también su propia venida y una nueva manera de estar presente. Esta última promesa de Jesús se parece mucho a la que también leemos al final del evangelio según san Mateo, en la que dice: Yo estoy con ustedes todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).
A la luz de todo el evangelio de san Juan y del resto del Nuevo Testamento, normalmente se ha entendido que el Espíritu Santo es quien hace presente a Jesús resucitado en medio de la Iglesia. Jesús todavía añade: en aquel día entenderán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes. Con lo que tenemos como resultado que los discípulos vivirán también en el seno del mismo Dios.
Jesús habla en estas palabras de la realidad más medular y central de la vida cristiana y de la Iglesia. La Iglesia, lejos de ser una asociación de iniciativa humana, una congregación producida por la voluntad de los cristianos, es el resultado de la unión de los creyentes en Cristo, por el don del Espíritu. A su vez, Cristo está unido al Padre, por lo que los creyentes estamos unidos finalmente a Dios, desde nuestro peregrinar aquí en la tierra. Cuando el Concilio Vaticano II explicaba qué es la Iglesia, desde un principio dijo que el fin y misión de la Iglesia es procurar la unión de los hombres con Dios y como consecuencia procurar la unión de los hombres entre sí (LG 1). Dios es el que da sustento y consistencia a la misma Iglesia. El Espíritu nos une a Cristo resucitado y nos hace miembros de su Cuerpo, y como Cristo vive en la gloria del Padre, también nosotros vivimos en el seno de Dios. Estas frases de Jesús hacen referencia a lo que después hemos llamado el núcleo de la constitución teológica de la Iglesia. Esto es lo que celebramos en cada eucaristía y esto es lo que esperamos en la plenitud de la historia.
Estas realidades espirituales e invisibles tienen una manifestación visible e histórica. En este mismo pasaje Jesús urge el cumplimiento del mandamiento del amor. Si me aman, cumplirán mis mandamientos. El que acepta mis mandamientos y los cumple, ese me ama. Los mandamientos no se refieren a Dios solamente, se refieren también al prójimo. Si los creyentes en Cristo estamos unidos a Dios y en Dios, eso tiene que tener una consistencia histórica y real para no quedarse en un mito. La consistencia histórica y real de la presencia de Dios en nosotros es la actitud y la conducta regida por el amor, la solidaridad, la construcción de la fraternidad, la justicia y la paz. La Iglesia y los cristianos tenemos nuestras raíces en el cielo junto a Dios, pero damos los frutos de autenticidad en la tierra junto a los hombres, en la sociedad en la que vivimos. De esto no han faltado testimonios en ningún momento de la historia, y tampoco el día de hoy.
Jesús dice del Consolador que el mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce. Con esa frase expresa la convicción de que el Espíritu suscita actitudes y acciones alternativas a las que predominan en este mundo marcado por el egoísmo, la violencia, la codicia y la envidia.
Por eso, precisamente los cristianos con frecuencia debemos dar explicaciones de nuestro estilo y forma de vida. Nos lo dice san Pedro en la segunda lectura de hoy. Veneren en sus corazones a Cristo, el Señor, dispuestos siempre a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes. Pero háganlo con sencillez y respeto y estando en paz con su conciencia. Cada vez con mayor frecuencia el estilo de vida auténticamente cristiano estará en contraste con las maneras de pensar y entender, de decidir y de actuar prevalecientes en la sociedad. Tendremos que dar explicaciones en primer lugar de nuestra esperanza, es decir, de nuestra manera de plantearnos la vida, con la mirada puesta en Dios que es nuestra plenitud y nuestro destino. Tendremos que explicar por qué Jesucristo es para nosotros la referencia suprema para entender nuestra vida y nuestro mundo. Tendremos que explicar incluso por qué estamos muchas veces dispuestos a asumir el camino arduo y difícil en vez de tomar el camino fácil de la comodidad o de la negligencia o del interés egoísta. Y tendremos que dar explicaciones de nuestras opciones morales que regulan nuestra conducta y que tienen en su centro la dignidad de toda persona, la búsqueda de la verdad y la puesta en práctica de la misericordia y el amor.
Estas explicaciones no serán argumentos teológicos y eruditos al alcance sólo de los académicos. Estas explicaciones que dice san Pedro que debemos dar están al alcance incluso de los más sencillos. San Pedro no escribía su carta a filósofos y académicos. Él escribía a personas muy sencillas. Por lo tanto hay que pensar que esa explicación que hay que dar a quien la pide es en primer lugar el testimonio de vida, la alegría de la fe, el ardor de la caridad y la fuerza de la esperanza. La explicación que debemos dar surge de la propia experiencia del amor de Dios en nosotros. Es la explicación que se da cuando contamos la vida, las palabras y la obra de Jesús, sobre todo su muerte y resurrección por nosotros. Porque en esa historia de Jesús está el fundamento de nuestro modo de vida.
Que estos pensamientos nos motiven a valorar la obra de Jesucristo por nosotros, que nos lleven a amar la fraternidad de los hermanos en la Iglesia, que nos animen a vivir de ese modo alternativo que es la propuesta del Evangelio de Jesús.
Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán