Mi familia…

En torno a la mesa eucarística se reúne otra familia universal y verdadera: la de los bautizados que allí hacemos memoria de la vida, muerte y resurrección del Señor, allí escuchamos su palabra, recibimos su Espíritu, y comulgamos su cuerpo y su sangre. Es ésta una familia unida con lazos tan misteriosos que hace falta la fe para verlos, tan duraderos que la muerte no puede romperlos, tan poderosos que, a los muchos miembros de la Iglesia, los reúnen en un solo cuerpo.
Por la profesión religiosa, soy miembro de otra familia, la franciscana, y, en ella, me sé hermano de mis hermanos, de los pobres, de todas las criaturas de Dios.
Con lazos de sangre, todos nos sabemos vinculados a la familia en la que hemos nacido y a la que de muchas maneras pertenecemos.
Como discípulo de Jesús de Nazaret, trato de ver personas y cosas, acciones y opciones, con los ojos de Cristo, con el alma de Cristo, con el amor de Cristo. Y ésa es la única perspectiva que quiero tener, ésa es la luz con la que deseé orientarme en el siglo XX, y ésa es la luz que pido para caminar también en este comienzo del siglo XXI del que me ha tocado gozar. Y son los ojos, el alma y el amor de Cristo los que me permiten ver como verdaderas y mías aquellas familias.
Como discípulo de Jesús, sé que he de servir a todos, y para hacerlo, a ninguno pregunto por su identidad social, racial, sexual, política, ideológica o religiosa.
Como discípulo de Jesús, de él he recibido el mandato de anunciar el evangelio, y, para ello, he de hacerme huésped de todo tipo de situaciones: entre cristianos, en medio de musulmanes, en una sociedad agnóstica o atea; en una nación que echa a andar o en una que desaparece, en una democracia o en una tiranía, en un mundo justo o en una sociedad corrompida; entre ricos y pobres, explotadores y explotados, verdugos y víctimas.
Que a todos acoja y sirva, eso cualquiera me lo podrá pedir, incluso exigir; pero no me pidan que me case con las ideologías sociales o económicas, políticas o de género, dominantes en un mundo del que soy sólo huésped agradecido.
A los pechos de la Iglesia el creyente se nutre de evangelio, se da una forma de ser, adquiere un modo personal y social de entender las relaciones humanas. En la casa de la Iglesia aprendemos a ser ciudadanos del Reino de Dios, y somos educados en la ley del amor. Y eso que hemos recibido y que es nuestra vida, eso ofrecemos a todos, en privado y en público, porque entendemos que es un para todos un tesoro inestimable.
+ Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger