Benedicto XVI y la "complexio oppositorum"

El alemán Karl Schmitt, teólogo de la política, define a la Iglesia católica como una "complexio oppositorum", una institución capaz de hacer convivir y hasta casar elementos contrapuestos. Una institución en la que la tesis y la antítesis siempre termina en síntesis. Por ejemplo, es una monarquía autocrática, pero con un monarca elegido democráticamente por el colegio cardenalicio. Es decir, nada de blanco y negro, sino blanco y negro. Esta dinámica interna eclesial es la que permite explicar los dos finales tan distintos de los pontificados de los dos últimos Papas, tan diversos y tan iguales.

Tras el bombazo de su renuncia en latín (un guiño irónico del anciano sabio), el Papa quiso explicar una decisión de cuya "gravedad" es absolutamente consciente. Y así lo reconoció en su penúltima audiencia de los miércoles. Porque, con su renuncia, amén de romper un tabú de la tradición (que, en la Iglesia, suele ser norma), eligió el camino opuesto al de su "amado predecesor".

Quebrado por la enfermedad y por la edad, Juan Pablo II optó por aguantar hasta el final, por resistir, por no bajarse de la cruz, por ofrecer el sufrimiento y el escarnio de una agonía televisada en directo por el mayor bien de la Iglesia.

También anciano y todavía en mejor estado de salud que Wojtyla, Ratzinger decide bajarse, dejar paso, escenificar con su gesto que el Gran Timonel de la Iglesia es Cristo, que "Dios es el que guía", que, en la Iglesia , nadie es indispensable y que el poder, para los católicos, sólo puede entenderse en clave de servicio.

De la tesis carismática de Juan Pablo II a la antítesis racional de Benedicto XVI. Reinar frente a gobernar. El primero optó por reinar, mientras sus secretarios (el personal y el Secretario de Estado, sobre todo, el cardenal Angelo Sodano), gobernaron la barca de Pedro por lo menos durante los últimos cinco años de su pontificado.

Benedicto XVI optó por gobernar y, para gobernar, tuvo que subirse a la cruz de dejar de gobernar y pasar el testigo a un sucesor más joven y con más fuerza "física y espiritual". Y las dos decisiones de los dos Papas no sólo son legítimas, sino que, en vez de oponerse, se complementan. Dos vías distintas, pero igual de válidas, para resolver el mismo problema.

Porque la permanencia de Juan Pablo II y la renuncia de Benedicto XVI se tomaron "en conciencia y ante Dios", en "plena libertad" y, sobre todo, "para el bien de la Iglesia".

Está claro también que la permanencia del Papa Wojtyla enorgullece a la sensibilidad más conservadora de la Iglesia, que, sin entender la profundidad teológica de la "complexio oppositorum", la lanza contra el Papa todavía reinante, al que poco menos que acusa de huir, de escapar o de bajarse de la cruz. Algunos llegan incluso a hablar de traición.

Los más moderados, en cambio, y los que entienden la dinámica de los opuestos, alaban el gesto valiente y humilde del Papa Ratzinger. Un Papa sabio y honrado que renuncia presionado por los "mercaderes del templo" de la Curia romana. Algunos de éstos dicen sotto voce que han conseguido derrotarlo.

Una derrota-renuncia que seguramente se les vuelva en contra como un boomerang. Porque quedan en evidencia ante la gran mayoría de los cardenales electores que, seguramente, dejarán de lado a los candidatos promovidos por los supuestos vencedores y apostarán por los que nada tengan que ver con las cordadas y los lobbies italianos que, con sus intrigas y sus luchas intestinas, mancharon mundialmente la imagen de la Iglesia y convencieron a un Papa honrado de buscar a grandes males grandes remedios.

Con una renuncia y una sucesión pilotada en la distancia en busca del Sucesor con fuerzas y agallas para poner coto a los "lobos" curiales. Que son sólo algunos, pero poderosos y regidos por el principio de que el fin de la conquista del poder justifica los medios. Incluso los más perversos y diabólicos. Los más opuestos al Evangelio que encarna el Vicario de Cristo.
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