Exorcistas liberadores

Hace ya años que conozco al Padre Fortea. De su mano, asistí a un exorcismo en vivo y en directo, que me dejó recuerdos imborrables. De los fenómenos que rodean al rito y a la posesión. Pero, sobre todo, de la tremenda angustia, tristeza y dolor de los poseídos y de sus familiares. Recordaré toda mi vida a la madre de 'Marta' (la chica del exorcismo al que asistí), allí, a su lado, henchida de dolor y de amor. Pidiendo, suplicando a Dios, a San Miguel y a la Virgen de Fátima que Satanás dejase a su niña. Pensé en mis hijas y su dolor se hizo mío. Si alguna vez tuviese que pintar o describir a la Dolorosa, para mí sería la madre de Marta.

Nunca antes había visto tando dolor, tanta angustia, tanta tristeza, tanta impotencia, tanto llanto. Se cortaba el dolor. Hacía daño. Ni en los pobres poblados de Douekoué (Costa de Marfil) ni en los niños esclavos abandonados de Benin ni en las favelas de Río o de México DF.

Desde entonces y a pesar de mis reticencias iniciales respecto al exorcismo y a la demonología, siempre consideré a los exorcistas como auténticos teólogos de la liberación. De una liberación, la espiritual, más difícil de conseguir incluso que la social o material.

Con el Padre Fortea en Roma, preparando su tesis doctoral, su ejemplo liberador me lo ha vuelto a recordar el dominico Padre Gallego, en la entrevista que publicamos. El exorcista de Barcelona lo denuncia abiertamente: "Los poseídos son uno de los colectivos que más sufre y está casi abandonado".

Por mi pequeña experiencia en el tema, doy fe de ello. Y sigo recordando y rezando por Marta y por su madre, de rodillas, a su lado, con la estampa de la Virgen de fátima en una mano y acariciando a su hija con la otra. Y suplicando: "Vete, por favor, deja ya a mi niña en paz". Y ni lágrimas corrian por sus mejillas. Ya no le quedaban. Por eso, su dolor era mayor. Y más hondo.

José Manuel Vidal
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