ANTE LA ANGUSTIA VITAL

Aquí estamos: viviendo en el mundo. Nadie nos ha pedido permiso para que nos enrolemos en una aventura cuya meta desconocemos. Lo cierto es que una vez dentro del juego, pocos se aburren y muchos menos deciden poner fin a su existencia, a pesar de habitar en valle de tinieblas.



Sin una mirada a Dios Padre, a Dios Providencia, la vida no tendría sentido para mí. Nos aferramos al mundo por instinto. Calamidades sin cuento nos rodean: hambre, frío, dolor enfermedad. La lucha es incesante para dulcificar nuestra estancia en este hotel de tránsito. El deseo sirve de condimento al quehacer diario. Una vida sin deseos languidece. Eliminando todos llega a perderse la ilusión y domina el tedio. A nos que derivemos por vías místicas o del nirvana.

No es fácil carecer de ansia d vivir. El único hilo que garantiza monótona tarea diuturna. El espectro de la muerte nos acosa. No entiendo cómo uno puede enfrentarse tranquilo al más allá, si está cierto del vacío y de la anihilación.

Un ateo me decía:
- Yo no creo en Dios ni en la vida futura.
- ¿Y no le angustia este pensamiento?
- No. En cierta ocasión estuve convencido de que iba a morir. Naufragué y durante muchas horas permanecí en el mar a la deriva, aterido de frío. Aguardé la muerte tranquilo. Como lago natural, que tenía que llegar.

Yo no logré entender esta actitud estoica en un ateo. ¿Qué sentido puede tener para él la vida y la muerte?

La esperanza de una vida mejor que nos aguarda templa nuestra ansiedad, aquieta nuestra angustia, da sentido a la vida y a nuestra muerte. Cristo resucitó. Él nos abrió el camino. Nuestra fe no puede ser vana.

Todo esto no lo veo con evidencia matemática, como dos y dos son cuatro. Me lanzo en vacío y me agarro a la única liana que se me tiende ante el abismo. Me adhiero con fuerza y exclamo: “En Ti, Señor, he esperado; jamás quedaré confundido”.

Existen ateos que viven una trascendencia humana: la justicia. La libertad, el bien común, la convivencia. Para mí esto son ideas abstractas, universales no trascendentes. Por ventura no se entregan a la simple materia. Su altruismo me da la esperanza de que en algún momento sus ojos se abrirán a la fe.

Tal vez nuestro ejemplo de cristianos vulgares no les haya estimulado lo suficiente para entregarse a Jesucristo. El orgullo, la intransigencia, la falta de tolerancia, la incoherencia entre fe y obras, el fanatismo, alejaron en rechazo definitivo a aquellos que, en otras circunstancia, pudieron haberse aproximado. ¿Quién acepta hoy el fanatismo, a no ser personas incultas y con mente estereotipada?

José María Lorenzo Amelibia
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