Un amigo me decía: “Oí hablar del programa “Prevención de la dependencia” y me interesé enseguida. Me da miedo pensar que a mi edad puedo caer el Alzheimer o en otra enfermedad mental propia de los ancianos. He oído que cuanto más descuida uno el cultivo de sus facultades, más carne de cañón es para estos males”. Ni corto ni perezoso, Nicanor, compañero de trabajo durante muchos años, se metió en un cursillo. Unos días más tarde afirmaba muy convencido: “Aprender es necesario siempre”. Una señora me decía: “Hemos llegado a la edad de olvidar”. Pero yo creo que no hemos de dejar la cabeza quieta como un bolo con boina, es preciso mantenerse en forma, y para ello aprender algo nuevo”.
Juana, mi vecina en un cursillo de informática, se apuntó a otro para conservar la memoria. Un total de treinta y cuatro jubilados asistían a este taller. Hacían loas de lo bien que les iba. Pero conozco un caso totalmente contrario a los anteriores, el de Marcelino. A sus setenta y seis años no sale de casa más que dos veces por semana: para ir a Misa el domingo, y los martes para charlar con un conocido enfermo a quien prometió visitar. Pero el resto de la semana se lo pasa junto al televisor, pasivo como un camaleón. Le cuesta trabajo incluso ir a su habitación para coger las pastillas. La falta de movimiento le hace andar cada vez más torpe y siempre está pesimista. Va a caer en depresión. Por mucho que su mujer le regaña, ¡ni caso!
Es necesario el ejercicio en todos los aspectos para mantener la independencia más elemental. Leía hace poco que en España alrededor del sesenta por ciento de las personas llevan una vida sedentaria. “No puede ser así; hay que moverse; si no, te ves en una silla de ruedas y te quedas atontada” decía Fermina Alonso, una mujer de sesenta y cuatro, que estaba intentando sacar el certificado de estudios primarios.
“Vía ascendente” es un taller de aprendizaje y práctica de oración personal que en algunas parroquias existe para los mayores. Muchos acuden a él con admirable constancia y provecho para sus almas y para sus mentes; porque supone para ellos una ilusión de trascendencia, un afán de superarse en su vida espiritual, un ejercicio sencillo y profundo de su fe cristiana.
“No puedo permitirme el lujo de caer en la depresión” – me decía un viudo al mes de haber perdido a la esposa – . Y todos los días acudía a una ONG para trabajar en la oficina y ayudar de alguna manera a sus semejantes. “Todos somos necesarios allí; incluso aunque solo sepa alguno pegar sellos”. Y no cayó deprimido. Se superó.
Edmun Burke decía: “Nadie puede cometer mayor error que quien nada hace porque era poco lo que podía hacer”. Y es verdad. Cuando somos jóvenes, sí, nos sentimos capaces y con bríos. De viejos sentimos más la pereza que cualquier otro pecado capital. Pero es necesario reaccionar y no pasarnos nuestra edad de oro lamentando y añorando la lozanía de tiempos pasados. Marcelino, el eterno espectador de la televisión, pasivo y triste, es candidato a toda clase de minusvalías seniles. Hoy se nos ofrecen a los mayores muchísimas vías para superarnos, vivir felices y entregarnos más al servicio de nuestros semejantes. Haciendo algo positivo prevenimos enfermedades que terminan por convertirnos en minusválidos.
José María Lorenzo Amelibia
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