¡Cuántas veces has intentado escalar las cumbres de la santidad! Dios ha puesto en tu espíritu el anhelo de las alturas. ¡Bendito sea! Con frecuencia habías oído: la perfección encuentra al alcance de la mano: oración, confiar, y el esfuerzo de cada día en el cumplimiento del deber. Pero experimentabas al poco tiempo el mal de montaña, muy próximo ya a las cumbres. A unos pasos tan sólo, la cima, pero inaccesible.
Entonces hervía en tu memoria aquello del catecismo de tus años infantiles. "Sin la gracia de Dios no podemos principiar, ni continuar, ni concluir cosa conducente para la vida eterna".
¡Qué orgullo tan sutil se filtra a nuestros huesos al sentir muy cerca al Señor, aliento y gozo de nuestros corazones! ¿Cuánto llegaremos a comprender del todo nuestro propio barro? Un santo eremita me confesaba: "Créeme. Aunque parezca mentira, en mi soledad el demonio me persigue con tentación de soberbia. Finge como mérito de mi alma el no ser como los demás hombres. Y he de luchar contra el pecado del fariseo. ¿Quién lo diría? A mi edad y en estos desiertos".
Refúgiate, hermano, en la misericordia de Dios. Confía en su palabra. Él te llamó. Y te regaló el milagro de la conversión. El mismo Señor te guía cada minuto para continuar, a pesar de tu impotencia. Él te dará gratis la perseverancia final, pero pídela a diario.
Y enseña a todos la doctrina clara: "Oh Señor, en quien vivimos, nos movemos y existimos: dadnos el querer y el obrar en cada minuto de nuestra vida".
José María Lorenzo Amelibia
José María Lorenzo Amelibia
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