Cuando era joven me gustaba hablar con sacerdotes mayores. Ellos me ayudaron a madurar en la fe. Recuerdo algo de una conversación, mientras en una tarde suave de verano acompañaba a mi párroco a visitar enfermos.
Me decía. “Qué complicado dar una explicación humana del fenómeno de la enfermedad. En el antiguo Oriente se la miraba como una plaga enviada por los dioses, irritados por las faltas de los hombres. La gente practicaba magias para calmar a las divinidades”. Y añadía: “Tú y yo gozamos ahora de salud y plenitud de fuerza. Pero enseguida vamos a visitar al primer paciente: apenas nos va a ver. Se encuentra escuálido, pero estoy seguro de que nosotros le daremos una alegría. Háblale con suavidad”.
Me daba consuelo en el alma observar que nuestra visita era una inyección de alegría para aquel señor durante varios meses enfermo. Pero mi párroco no se contentaba con palabras amables; pronto iba al grano: “No se desanime, señor Andrés. Usted siempre ha creído en Dios. Él nos ha creado no para que suframos, sino para ser felices siempre en su compañía. Los dolores de este mundo nos amargan, pero si ponemos en el Señor nuestra esperanza, obtendremos consuelo. Además Él nos ayuda durante la enfermedad para que gocemos de su paz”.
Aquel hombre encamado decía: “Pero yo en mi juventud he sido pecador... ¿no será por mis culpas todo lo que estoy sufriendo?” Y el cura bueno respondía: “Nunca conocemos los designios de Dios. Sí; a veces nos conviene un revés en la salud para sanar nuestra alma. Pero Él es Padre y nos ama y procura siempre nuestro bien. Vamos a decirle juntos al Señor: Tú eres el dueño de la vida. Tú sanaste a muchos en Palestina. Cúrame también a mí, porque Tú siempre te compadecías de los enfermos”.
Aquel día mi párroco se sentó durante unos instantes. Sacó de su bolsillo un libro pequeño de los Evangelios; una estampa registraba la página y leyó: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”. – “Vamos a confiar en Jesús”. Juntos rezamos unos segundos guiados por el sacerdote bueno. Pusimos nuestra esperanza en el Cielo de donde nos viene el auxilio.
En las vacaciones de Navidad pude saludar en el pórtico de la iglesia al señor Andrés; gozaba ya de buena salud.
Aquellas visitas lejanas a enfermos son también hoy realidad entre nuestros sacerdotes celosos y fieles.
José María Lorenzo Amelibia
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