Estoy ahora pensando en una mujer nacida en Vitoria a mitades del siglo pasado, María Josefa Sancho Guerra. Quienes conozcan su ciudad natal, habrán paseado por una calle, próxima a la Diputación: "Calle de la Fundadora de las Siervas de Jesús." Fue nuestra protagonista beatificada por Juan Pablo II hace muy pocos años.
No sé qué tienen algunas personas. De verdad, aunque nuestra edad vaya avanzando, nos llenan de admiración. Yo humanamente no me lo puedo explicar. Algún don extraordinario de Dios debe de posarse sobre ellas.
Cuando Mª Josefa tenía 3 años, sufrió una caída y quedó con las piernas paralizadas. No había remedio humano. Quedaría para siempre en la silla de ruedas. Pero sus padres llevaron a la niña al santuario navarro de San Miguel de Aralar; invocaron la intercesión del Arcángel, y Mª Josefa salió curada completa e instantáneamente de este santuario.
Para mí que este hecho prodigioso marcó la vida de nuestra santa por entero.
Siendo ya joven, dio vueltas a su vocación. Primero fue la clausura; más tarde acompañar a otra santa, Soledad Torres Acosta fundadora de las Siervas de María. Al fin la Providencia le fue señalando un camino paralelo que tomó sin dudarlo: atender a los enfermos en sus casas. Se asocia con otras cinco amigas, y a trabajar. Marcharon hasta Bilbao para los primeros conatos de fundación. Después, poco a poco, otras cuarenta ciudades de España y del extranjero supieron qué era la caridad hacia los enfermos de las Siervas de Jesús.
Pasar las noches a la cabecera de moribundos; consolarlos; ayudarles cuando la propia familia no puede hacerlo. Esta fundación religiosa ha atraído y sigue haciéndolo a centenares de vocaciones femeninas.
Y no es éste el único foco de entrega total al mundo del dolor. Gracias a estas congregaciones religiosas, siguen existiendo en nuestra Iglesia verdaderos ejércitos de hombres y mujeres que dan su vida día a día para atender a los aquejados de cualquier enfermedad.
Algunos pueden pensar que hoy no existe ninguna necesidad de personas consagradas a Dios para conseguir la asistencia y curación de los enfermos. Ya están los profesionales. Pero me parece que se equivocan. Sí: es verdad que muchos técnicos de la medicina ponen alma y corazón y toda su fuerza cristiana en esta tarea humanitaria.
Pero cuando vemos una institución que por amor al Señor se entrega al total servicio del débil y el enfermo, enseguida nos viene el pensamiento trascendente. Parece que, aun sin formulárselo, nos hablan del más allá; de un Dios Padre que nos espera; de la caducidad de esta vida; del amor que Dios nos tiene.
Mientras en nuestros hospitales, en nuestras casas y a nuestro alcance tengamos estas personas, recordaremos mejor el don del Dios de la vida, el amor y entrega en el dolor, la importancia de nuestra santificación en la enfermedad.
Benditos cuantos siguen a San Juan de Dios, a Mª Josefa Sancho Guerra, Soledad Torres Acosta, Luisa de Marillac, Madre Rafols...
Su amor hace más llevadero el dolor. Y nos infunde esperanza en la vida eterna.
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