Hoy nuestros políticos nos han acostumbrado demasiado a los insultos. Una vergüenza. Pero no se dan cuenta quienes pronuncian la injuria de que los más débiles y miserables son ellos mismos. El insulto es una manera de mostrarse inferior a la víctima que lo recibe. Una cobardía. Una indignidad, por muy sutiles y preciosistas de léxico que sean los injuriantes.
Hemos presenciado con frecuencia los escarnios que un individuo, metido en su coche, lanza contra el conductor del vehículo cercano, por la molestia que acaba de causarle. Se envalentona dentro de su escudo de hojalata. Otros, desde lugares del todo seguros, arremeten indignados contra el prójimo que está por encima de ellos; y en lugar de redactar una crítica constructiva, descalifican al superior, incluso con sarcasmo cuando se debilita su autoridad, y le propinan una serie de insultos y agravios, con el deseo de que caiga de una vez de su torre de marfil.
El débil quiere vencer al fuerte, pero no con métodos honestos y nobles, sino con la mezquindad de la injuria.
Hoy estamos padeciendo una epidemia de insultos, un desastre de la envidia disfrazada de justicia. A veces dentro de la injuria se introduce también la calumnia. Saben que con ello hacen mucho daño a sus adversarios, y lo utilizan sin ningún miramiento. Las palabras malintencionadas llevan siempre consigo repercusiones negativas para todos: para quienes las reciben, las profieren y también para quienes las escuchan. Se ha comprobado que por cada insidia lanzada contra alguien, se requieren cinco cumplidos que compensen el daño infligido.
El desprecio es infame cuando va dirigido a uno más sencillo; quien lo inflige, inicuo. Quienes se fortalecen con la tristeza causada al adversario, siempre son más débiles que él, pero no hablamos de esa debilidad que produce lástima: es otro tipo de enfermedad, que procede de la soberbia envidiosa. Basura.
Los pueblos que para sobrevivir se ven obligados a insultar y descalificar a otros van arrastrando a la sociedad hacia la violencia. Es hora de reflexionar, de reeducarnos. Es hora de que cada uno construyamos dentro de nosotros mismos un código de honor que nos impida tratar al prójimo con injurias.
José María Lorenzo Amelibia
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