De verdad: es raro oír predicar bien hoy. ¿Por qué será? No me refiero a algunos curas barraqueros que toman el micrófono por su cuenta, dicen cuatro vaguedades con desparpajo y se van. No abundan los predicadores barraqueros; con ellos no van estas líneas. Pero hablo de los que preparan su homilía. La dicen bien y me doy cuenta porque les presto atención, e incluso es aprovechable paa mí su idea, pero no calan ni siquiera en los pocos que le atienden; no saben dar un mensaje, nos dejan fríos; y los que se acercan a misa para cumplir, ni se enteran: permanecen en su distracción.
No se dan cuenta estos curas de que a la gente le cuesta atender; llevan en la mente sus rutinas y pasan el tiempo en misa abstraídos en su mundillo. Para atender a estos sacerdotes es preciso ir a misa con todo el propósito de participar, estar atento y orar; y por desgracia no es común, ni siquiera en nuestros días en que ha disminuido la participación eucarística hasta mínimos.
Y lo peor, que también adolecen de este defecto bastantes obispos. Últimamente se les ve aparecer en la pequeña pantalla muchísimo. Son pocos los que prescinden de los papeles. Hablan gran parte de ellos sin unción, sin el fervor de un verdaderamente enamorado con Jesús y con su misión. Algunos, muy sosos, sin gracia, sin ofrecer el mensaje. ¿Es que no son oradores? Creo que para predicar y calar en las almas no es preciso ser un Lacordaire, ni un Demóstenes o Vázquez de Mella. Hace falta otra cosa.
El obispo de mi diócesis, Juan Carlos, se prepara las homilías en su capilla: él mismo me enseñó la mesa, junto al Sagrario. Y se nota. Pero ni siquiera basta este detalle casi imprescindible para predicar bien. Es preciso pasar muchas horas en oración, bien hecha, de manera que el orador procure incluso vivir la oración continua. Entonces, sí, se nota de verdad: cala en las almas. Poca gente va a misa, en estos tiempos; mucha, sí, a funerales, bodas, solemnidades. Y en esas ocasiones el sacerdote se ha de preparar con oración más intensa. Seguro que entonces alguien pensará en la importancia de vivir la fe. Habrá conversiones.
Es hora de prescindir de tópicos, y hablar desde nuestra experiencia de fe. Porque la fe se comunica por la palabra de Dios vivida: y el oído entonces la lleva al alma. Y llegan las conversiones. ¿Qué pasaba con los apóstoles, con nuestro Don Manuel González, hoy santo, con tantos miles de santos de nuestra historia? El gran problema, ser santo o aspirar a ello. Entregarse a Dios. Con hambre de santidad, buenos predicadores, de los que logran conversiones.
José María Lorenzo Amelibia
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