Por el sacerdocio somos, mediante la imposición de las manos y la unción sagrada, un ser consagrado por Dios; mediador entre Dios y los hombres; muy amado del Señor; llamado a hacer brillar en el mundo el fuego de la gracia divina. Y esto es una realidad de fe, por supuesto, aunque hayamos sido dispensados de obligaciones clericales.
Cristo nos hizo partícipes de su grandeza y de su poder. Sólo exigía nuestra fidelidad para entregarse del todo a nosotros. Y le fuimos fieles; y siempre le hemos querido ser fieles, porque el hecho de haber pedido dispensa para recibir el sacramento del matrimonio no implica ninguna infidelidad, ni mucho menos, aunque – ellos saben por qué – nos la quieran achacar.
Yo no he sabido ser fiel al Señor, como tú, como los curas que siguen en celibato, como todo el mundo, aunque buen deseo siempre lo he tenido. Es muy difícil una fidelidad total, porque somos los humanos limitados.
Pero vamos a continuar cada uno desde nuestro puesto viviendo nuestro sacerdocio más a tope. Vamos a darnos cuenta de que Cristo nos quiere ante todo para que estemos con Él; y después para enviarnos a predicar, del modo que sea, que para ello no nos vamos a subir a los púlpitos de las iglesias, donde nos está prohibido. Las dos cosas deben ir unidas; estar con Jesús y evangelizar. Si vivimos a tope lo de estar con Él, nuestra vida de testimonio y entrega al prójimo van a ir selladas con esa unción y convicción que son las que calan a la larga y abren las almas a la trascendencia.
Yo siempre quiero mirar en el sacerdote al hombre de Dios. Al que tiene en su boca y en su corazón y en sus manos al mismo Dios. Y hemos de mirarnos a nosotros mismos con mayor veneración y fe que en los días de nuestra ordenación; porque llevamos ya mucho tiempo de sacerdotes.
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