"Signo de una profecía sin palabras, que perfuma la memoria y la historia de Cristo" "El poder odia el desperdicio, porque el don gratuito le resulta incomprensible"

UNción de Betania
UNción de Betania

Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos, y los jefes de los sacerdotes y los escribas buscaban la manera de capturar a Jesús con engaños para matarlo. Decían: «No durante la fiesta, para que no se produzca una revuelta del pueblo». Con motivo de las fiestas, la ciudad santa se llenaba de peregrinos venidos de todas partes de Palestina y de la diáspora.

Entre los judíos presentes en Jerusalén había muchos galileos y muchos admiradores de Jesús. Los jefes temen al pueblo, pues su poder podría tambalearse. Hay que actuar, pues, con un doble engaño: con Jesús, para tenderle una trampa, y con el pueblo, para evitar reacciones y revueltas. El poder es sedante.

El Maestro está en Betania, en la casa de Simón, llamado «el leproso», un hombre curado, tal vez, pero nunca liberado del estigma de la enfermedad. Está a la mesa. La escena es íntima. Una comida doméstica, tal vez modesta. Entra una mujer. No sabemos su nombre. No tiene voz, no se cuenta su historia.

Mujer que unge los pies de Jesús

¿Irrumpe en la casa? ¿Es recibida porque es conocida? Las mujeres no estaban admitidas en la sala de los comensales, salvo para servir. Y ella no era una sirvienta. Hay una irrupción, una ruptura de las reglas en esta entrada improvisada. Entra con un frasco de alabastro en la mano, lleno de perfume de nardo puro, de gran valor. En realidad, tiene una fortuna en las manos: el salario de todo un año. Y lo rompe sin decir nada. Y vierte el perfume sobre la cabeza de Jesús. Imaginemos el perfume cubriendo la cabeza del Maestro y goteando al suelo.

El perfume del nardo es una fragancia profunda y balsámica. Sus notas de salida son ligeramente almizcladas y resinosas. No es un perfume que explota, sino que se insinúa con delicadeza. Pero el nardo revela su carácter distintivo en sus notas de corazón: una combinación cálida y amaderada, con matices húmedos y terrosos. Recuerda la tierra después de la lluvia, a veces con vetas animales y cuero, que aportan profundidad y sensualidad a la fragancia.

En el fondo emergen acordes ambarinos, dulces, casi melosos, que evocan dedicación, intimidad, sacralidad. Es profundo y sensual, pero no de forma agresiva: más bien íntimo y recogido, calmante, casi una plegaria olfativa.

Sin embargo, ese gesto indigna. Hay quien murmura, quien susurra con desdén: «¡Qué desperdicio! ¡Se podía vender y ayudar a los pobres!». La lógica contable se impone. Vuelve el frío cálculo. El poder odia el desperdicio, porque el don gratuito le resulta incomprensible. Sin embargo, es ahí, en el gesto excesivo y sin necesidad lógica, donde se revela el misterio.

Entonces interviene Jesús. Sus palabras cortan el aire: «Déjala en paz. ¿Por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo». Y añade: «Ha hecho lo que podía». Ni una palabra más, ni una menos.

En ese acto inútil, Jesús lee un acto profético. Esa mujer ha roto el frasco y ha infringido las normas, pero ha dicho la verdad: la verdad de un gesto sin cálculo, del cuidado que no cuenta, de la belleza que no se mide.

Jesús la llama poderosa. No por lo que posee, sino por el valor de amar sin medida. Es la única, entre todos, que ha intuido el misterio de su inminente Pasión. Ha ungido su cuerpo como se unge el de los difuntos.

«Dondequiera que se proclame el Evangelio, en todo el mundo», dice Jesús, «se contará también lo que ha hecho esta mujer». Y así es. Ella regresa, sin nombre. Permanece como signo de un «despilfarro» santo, signo del amor que unge y consuela. Signo de una profecía sin palabras, que perfuma la memoria y la historia de Cristo.

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