Religión: Los Padres de la Iglesia y la propiedad privada




De la reciente lectura de un valioso texto de 1981, de José Vives: “¿Es la propiedad un robo? Las ideas sobre la propiedad privada en el cristianismo primitivo”, acompañado por el magnífico Diccionario Social de los Padres de la Iglesia de Sierra Bravo, nacen estas líneas para la reflexión.


Para Clemente Alejandrino los ricos no han de considerarse excluidos del reino de los cielos, si hacen un buen uso de sus riquezas, desterrando del alma los sentimientos que proceden de la riqueza: Lo más conveniente es poseer lo suficiente (...) estando en disposición de socorrer al que convenga.


Basilio, entre los padres griegos, predica el sentido social de la propiedad, donde la comunicación de bienes de la primitiva comunidad apostólica es presentada como el ideal de la fraternidad cristiana, pues Dios es el único Señor de todo, que ha creado todo para el disfrute de todos; el hombre es un administrador, siendo la única explicación de la desigual repartición de bienes. Para Basilio, cuando la propiedad no cumple su función eminentemente social ha de decirse un “robo”, algo que defrauda a otros de aquello a lo que tiene derecho según el designio de Dios al crear los bienes de la tierra.


Para Juan Crisóstomo, la posesión de bienes es un derecho relativo y limitado a satisfacer necesidades estrictas según la naturaleza y para subvenir a las necesidades de los demás, condenando toda suerte de lujo, molicie o despilfarro. El punto que quiere establecer queda bien claro: en la mayoría de los casos, la acumulación de riqueza tiene su origen en la injusticia, la rapiña y la opresión de los débiles. Más aún, la riqueza sólo es un bien cuando se comparte.


Por su parte, Ambrosio de Milán, critica la actitud del rico que no puede saciar su placer de ambición de aquello que no le pertenece. La propiedad privada y el disfrute de los bienes de manera moderada no son objeto de discusión, pero sí lo son los desenfrenos del querer tener más de lo necesario por atentar contra la dignidad de un cristiano pobre.




En definitiva, los padres parten de la sustancial igualdad de todo ser humano, y no condenan la propiedad privada en sí misma y de manera absoluta, pero condenan el uso exclusivo de la propiedad de manera que una mayoría de los hombres se vean privados del disfrute de los bienes necesarios o convenientes, que Dios ha puesto en este mundo a disposición de todos.


Con relación al ideal de los Padres, y con muchos matices entre ellos, hallamos referencias a la primitiva comunidad de bienes, como en Tertuliano (155-220), tal como la describen los Hechos de los Apóstoles, es decir, como ideal de vida cristiana. “Todos los que nos confundimos en un solo corazón y una sola alma, no dudamos en comunicar nuestros bienes: todo es común entre nosotros, excepto las mujeres” (Apol., cap. 39). También subraya la responsabilidad en el uso de los bienes temporales, pues para él la propiedad es algo en lo que el hombre ha de mostrar su fidelidad a Dios, aunque no señala los límites y formas de esa fidelidad.


Cípríano (c. 200-258) propone como ideal la primitiva comunidad de bienes (De unitate eccl. 25; De bonis oper. 25), y con ocasión de los estragos de una peste, esboza un argumento que va a ser capital en este contexto, y que será el más frecuentemente utilizado en la patrística posterior para fundamentar la limitación esencial en el uso de la propiedad privada:

“(…) Cualquier propietario que, según este ejemplo de equidad, parte sus rentas y frutos con sus hermanos, en tanto se muestre justo y caritativo en estas donaciones gratuitas, es imitador de Dios”.


Por su lado, Lactancio explica cómo los hombres decayeron del estado de igualdad y fraternidad original por haberse olvidado de Dios entregándose a la avaricia. Este es un estado concebido a la manera como los poetas habían concebido la primitiva edad de oro. Sin embargo, acota la espléndida evocación de los versos virgilianos, afirmando que no es que no existiese la propiedad privada, sino que los hombres eran tan generosos que no encerraban los frutos de las cosechas ni las reservaban egoístamente en lo oculto, sino que admitían a los pobres a la comunicación del fruto de sus trabajos. Pero Lactancio se debate entre las exigencias de la fraternidad universal y la práctica inveterada del derecho romano, aunque es muy elocuente explicando que del olvido de Dios se sigue la pérdida del sentido de solidaridad humana.





Para articular el derecho a la propiedad con el ideal presentado por los Hechos, hay que tener en cuenta que los evangelios atestiguan que Jesús formó con sus discípulos más íntimos una comunidad de este tipo, con bolsa en común; y puede suponerse que los apóstoles, desaparecido el maestro, tratarían de continuar aquel régimen de vida. Es muy probable que cuando la comunidad comenzó a ampliarse, un cierto régimen comunitario de bienes siguiera considerándose, si no como algo necesario y esencial, sí al menos como deseable y realizable, quizás no en lo referente a la propiedad misma, pero sí en el uso.


Cuando la comunidad perdió, con su expansión, el carácter de sociedad cerrada y total, tal comunidad de bienes dejó de considerarse posible. Pero se mantuvo la exigencia ético-religiosa de la participación y comunicación en el uso de los bienes poseídos en privado.


La efectiva comunicación de bienes entre los cristianos se presenta como argumento capaz de convencer a los paganos de la bondad del cristianismo. Si esta comunicación no hubiese sido efectiva y real, la argumentación carecería de la fuerza que sus autores le atribuyen. En definitiva, el ideal de Hechos es el que “nadie pase necesidad”.


En la Evangelii Gaudium, Francisco nos recuerda el no rotundo al dinero que gobierna en lugar de servir, citando a San Juan Crisóstomo (De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D): “No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”. Por tanto, el olvido de Dios lleva a la idolatría del dinero y, consecuentemente, a la negación de la primacía del ser humano.


Por tanto, debe ser rechazada toda especulación y la privatización de la función social de los bienes, máxime cuando repercute tan dramáticamente en los seres humanos.

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