Antonio Chedraoui, la dialéctica del poder




Guillermo Gazanini Espinoza / 15 de junio.-
El deceso de Antonio Chedrauoi, Arzobispo de una iglesia tan mistérica como desconocida, tuvo gran repercusión en medios. Líderes y políticos expresaron sus condolencias hacia un hombre al que estimaron como capaz de diálogo y entendimiento, líder espiritual de una gran extensión territorial de la iglesia de Antioquía apenas surgiendo en la actividad misionera y de tímida apertura frente a los nuevos desafíos de los movimientos religiosos alternativos.

En Chedraoui había la conjunción del cesaropapismo hierofánico si se permite el uso de esta categoría en la persona de un hombre investido con el episcopado ortodoxo. Lo mismo se le podía ver en los festejos alegre y sonriente rodeado de los más importantes líderes políticos y económicos como ocupando el asiento principal de discretas reuniones de la comunidad libanesa o apadrinando las obras de amigos empresarios. Su papel era el de la imposición de su investidura que para los legos y profanos motivó cierta atracción siempre cargada hacia la defensa de los valores cristianos frente a los embates de las ideologías. Chedraoui era consciente de lo que representaba y eso se daba en la plenitud de la divina liturgia de san Juan Crisóstomo. Bajo su potestad y mirada escrutadora, gravedad y señorío, la acción litúrgica se realizaba cual reloj con los graves y monótonos cantos que suplican al Señor para que protegiera a su elegido, revestido de esplendor, a su patriarca, el Arzobispo Antonio, quizá más conocido que otros obispos de la Iglesia católica fiel al Santo Padre.

Tres ocasiones encontré personalmente al Arzobispo Antonio con anécdotas singulares mismas que me fueron suficientes para percibir una personalidad intensa y de autoridad de las cuales destaco dos principalmente. Era un estudiante de filosofía cuando lo conocí por primera vez en ocasión de una jornada ecuménica. Pudimos invitarlo directamente en su casa del Pedregal, al sur de la Ciudad de México, residencia que servía a la manera de curia. Chedraoui nos recibió de forma cortés aunque severo con sus asistentes. Aceptó cantar el akathistos a la Santa Madre de Dios en la capilla de la Inmaculada Concepción del Seminario Conciliar de México. Ahí estuvo en 1998 en ese encuentro ecuménico visiblemente molesto por la ausencia del Santísimo Sacramento removido del sagrario por instancia del director espiritual, un error que provocó la cólera del Arzobispo porque, como en la Iglesia católica, la reserva eucarística en la Iglesia ortodoxa es fruto de la metousis, la transubstanciación. “¿Por qué no está el santísimo? ¿Por qué lo han sacado? Es una descortesía!” diría en esa ocasión.

En 2015 nació el Consejo Ecuménico de México (CEM) por iniciativa del cardenal Norberto Rivera Carrera y del Metropolita Antioqueno dispuesto al auténtico diálogo ecuménico. A don Antonio le parecían exageradas y heréticas las concesiones sacerdotales a la mujer además del confuso irenismo que se había propiciado durante las jornadas del octavario de enero de cada año. El origen del CEM sería más bien una reunión de ritos orientales católicos y de iglesias que simpatizan con el ecumenismo sin comprometer la tradición y la ortodoxia representada preponderantemente por su Excelencia, el metropolita. Chedraoui apoyó esta decisión que iría desmantelando los propósitos anuales del Grupo Ecuménico de México que aglutina a iglesias más heterodoxas. En esa conformación yo había propuesto la posibilidad de llevar al CEM hacia una consolidación jurídica explorando mejores vías para ponerle, por así decirlo, el saco adecuado; sin embargo, don Antonio la cargó contra mí, quizá confundido o bien por no entender cabalmente mis propósitos, así me señaló de ser “abogado del gobierno” por lo que mi participación llegó hasta ese día en los trabajos del CEM.

Como estas, hay muchas anécdotas de otros más con el Arzobispo hoy difunto y a quien se le honra en la majestuosa catedral de San Pedro y San Pablo en Huixquilucan, Estado de México. Su personalidad jamás dejó indiferente, por muchos criticado por ser amigo del poder y alejado de las causas más dolorsas y urgentes como cuando fue especialmente incisivo al señalar al movimiento de los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa; sin embargo, Chedraoui Tannous se sentó en el papel que le correspondió, la del Arzobispo que condujo a su iglesia en esta parte del mundo por el umbral del tercer milenio y afianzarla con obras y misión patrocinadas por una pequeña comunidad con gran pujanza económica al amparo de su absoluto poder espiritual.

Queda también para la anécdota y el análisis la convocatoria que reunía a cientos de políticos el día de su cumpleaños. De la pompa y circunstancia de la que se rodeaba, capaz de conciliar antípodas celebrando más que un onomástico y gozar de la buena mesa del Arzobispo Antonio. Quizá no sea precisamente el prototipo de obispo que ahora se quiere, más humilde y menos cortesano, de esos con olor a oveja. No obstante, bajo el halo místico que representaba su autoridad episcopal, en el hombre Chedraoui Tannous había un líder absoluto que fue formado con un propósito sencillo: mantener la dialéctica del poder entre lo humano y divino.


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