En la US-Mexican border



La misa celebrada el 1 de abril en Nogales, Arizona, fue un paso más en la lucha de los activistas y líderes por la reforma migratoria en los Estados Unidos. La semana pasada, un capítulo se escribió en El Vaticano cuando Jersey Vargas, hija de padres mexicanos, pidió la intercesión de Francisco para liberar a su padre, Mario, arrestado y bajo la amenaza de deportación que desintegraría a su familia. Las lágrimas de la niña fueron antecedentes a la reunión entre el Presidente de los Estados Unidos y el Papa quienes hablaron de esa delicada situación de miles de seres humanos, de familias separadas y deportados en la tremenda realidad lacerante de dos naciones cuyo pasado convulso repercute en la vida de miles.

Los obispos de la Comisión de Migrantes del Episcopado de los Estados Unidos hicieron una caminata por la desolación, fue preámbulo a la gran celebración eucarística en un escenario litúrgico de división y libertad, de lágrimas y fe. Cuando el cardenal arzobispo de Boston, Sean O’Malley, pronunció una larga y apasionada homilía sobre el sufrimiento de quienes buscan mejores oportunidades, de los seres humanos humillados, vejados, de los asesinados en la travesía y de las familias separadas por la legislación migratoria, no sólo se puso en la mesa de la eucaristía a la Iglesia migrante, también el drama y la magnitud de un problema que ya no puede dilatarse por cuestiones políticas y de seguridad nacional.

Los obispos caminaron por el desierto como Francisco lo hizo al atravesar esa parte del Mediterráneo. En la isla de Lampedusa, el Santo Padre recordó a los migrantes africanos devorados por la desolación y el olvido de las potencias europeas. La misa celebrada en el campo deportivo Arena usó elementos de esa gran tumba marina y Francisco señaló a los responsables por el mutismo ante la desgracia de miles al arrojar una simple ofrenda floral honrando a los desconocidos cuya esperanza acabó en el lecho oceánico.

Y en el norte de México está nuestra Lampedusa. El gran océano son los miles de kilómetros de desierto y una gran barrera de hierro que parte un paisaje que es igual a ambos lados, pero las condiciones de vida distintas, el idioma diferente y las vidas separadas. En la Lampedusa de la US-Mexico border el impacto mediático fue fuerte cuando los obispos, en la voz del cardenal O’Malley, recordaron a los congresistas la impostergable reforma y la pasión de los migrantes sacrificados. La misa no fue celebrada en la frescura de un templo, fue una catedral de grandes vigas, el acero de la moderna cortina que separa naciones y exhibe la pobreza del sur y la advertencia sobre la realidad de la riqueza del norte donde el inglés y el español se hacen uno en el clamor de un cambio en el sistema del país de la igualdad que divide familias y niega las protecciones básicas a los seres humanos.

La oración del 1 de abril en Nogales provoca una movilización y una transformación de las conciencias de los responsables del poder legislativo en aquella nación y es una muestra más de la gran influencia de la Iglesia católica. Las parroquias son los centros naturales de reunión de los que hablan español. No es sólo la casa donde se mantienen los vínculos religiosos, son lugares perfectos de acción y organización para transformar el estado de cosas. En la Iglesia nadie es extranjero, ahí se vence la indiferencia; en los centros católicos se deja de ver al inmigrante como el desconocido y ajeno a la comunidad. Ahí se reza y pide por las familias desintegradas, por los amigos desaparecidos y los familiares separados; es el lugar de la esperanza donde se activan las fuerzas capaces de transformar el sistema legal migratorio.

A pesar de las grandes vigas de acero, sólo uno no fue detenido por la Policía Federal o por la US Border Patrol y ese fue Jesucristo en el sacramento de la Eucaristía, el que fue entregado en la mano de los de acá, del lado mexicano, un signo tremendo y conmovedor; para la fe no hay fronteras y sólo en Él, el egoísmo de los sistemas políticos cae para fortalecer en la esperanza a todos aquéllos a quienes su país de origen les ha fallado para tener una vida digna de los hijos de Dios.
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