La tragedia en la diócesis de Las Vegas



Guillermo Gazanini Espinoza / El obispo de Las Vegas, Mons. José Antonio Pepe (Pennsylvania, 1942), fue de los primeros líderes quien alzó la voz condenando la inaudita balacera del 1 de octubre. En un comunicado, la respuesta de la Iglesia fue convocar a una jornada de oración el día de los ángeles custodios justo cuando la fiesta de la Iglesia catedral acogió el luto de la ciudad herida. Un servicio interdenominacional e interreligioso presidido por Mons. Pepe, la noche del 2 de octubre, quien dijo que a pesar de la tragedia, Dios se encuentra presente: “Esta noche nos reunimos para orar por la salud y unidad de nuestra comunidad de Las Vegas y hago presentes a todos esos lugares alrededor del mundo que sufren violencia diariamente. Debemos encontrar caminos de unidad para trabajar juntos y sanar al mundo para que ningún hijo de Dios sufra lo que nosotros hemos sufrido”.

La diócesis de Las Vegas es muy joven. Apenas erigida en 1995 por voluntad de Juan Pablo II, fue desmembrada del territorio de la diócesis de Reno-Las Vegas creada por Paulo VI en 1976. Actualmente el Estado de Nevada alberga dos diócesis católicas sufragáneas del Arzobispado de san Francisco. La evangelización se remonta al tiempo cuando México era dueño de esas inhóspitas tierras. Según apunta la historia de la diócesis, se atribuye la expansión de la Buena Nueva al franciscano Tomás Hermenegildo Garcés Maestro quien en 1776 inició la exploración de Nevada y Arizona que fueron parte de la diócesis de Sonora hasta 1840.

Después, Nevada se integró a la jurisdicción del obispado de California hasta 1931 cuando Pío XI reunió territorio de Sacramento y Salt Lake City para formar la diócesis de Reno. En 1961 cambió para ser Reno-Las Vegas. Actualmente, la diócesis abarca cinco condados, tiene poco más de un millón de habitantes de los cuales 600 mil son católicos.

En su historia reciente, esa Iglesia afronta la barbarie. Como apuntó el II Obispo de Las Vegas en la oración ecuménica, el dolor hizo que la comunidad permaneciera como “testigo de que todos los seres humanos son creados a imagen y semejanza de Dios y como hijos de Dios tienen dignidad humana fundamental. Ese es nuestro punto de inicio. En un mundo polarizado, debemos ser signos de contradicción. Donde hay odio y violencia, debemos ser signos de paz y de amor. Donde hay división y diatriba incivilizada, debemos mantenernos como signos de unidad. En un mundo en desesperación, debemos ser signos de esperanza…”

Podría ser algo inconcebible, pero no lo es. En la ciudad del pecado, una Iglesia joven trata de llevar el Evangelio y reconfortar ante una de las calamidades más sangrientas de la historia de los Estados Unidos. No es otra balacera. Es tragedia que implica muertes en suelo propio, bajas que superan a las de las mismas guerras y conflictos en conjunto en toda la historia de la nación más belicista de la tierra. Es dolor en la llaga de lo que se afirma como irreal libertad para armarse y matar, arrebatar la vida de otros como presas de cacería bajo la violencia legal, demencial y absurda que es común en estos días.

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