#pascuafeminista2025 Honrar a Francisco sin idealizar: una memoria lúcida para un futuro posible

| Yolanda Chávez
Cuando una figura tan influyente como el Papa Francisco muere, la reacción natural es el homenaje. Se recogen sus gestos más luminosos, se recuerdan sus palabras más audaces, y se eleva su figura hasta el punto de querer elevarlo a los altares, a veces sin espacio para el matiz. Es comprensible. Queremos aferrarnos a lo mejor de quienes admiramos. Pero en el caso de un líder espiritual, de un pastor que ha tocado tantas vidas, la memoria más honesta no es la que idealiza, sino la que ilumina el camino que aún queda por andar.
Honrar a Francisco no es convertirlo en un ícono perfecto. Es reconocer lo que abrió —y lo que no terminó de abrir. Es agradecer su decisión de mirar al sur del mundo, su opción por los pobres, su defensa del planeta, su cercanía con quienes la Iglesia había marginado. Es celebrar su insistencia en una Iglesia de puertas abiertas, su lenguaje sencillo, su capacidad de pedir perdón.
A esto se suma un legado que no puede pasarse por alto: su crítica firme al neoliberalismo. Francisco denunció con claridad la lógica de descarte, la idolatría del mercado, la normalización de la desigualdad como precio del progreso. En Evangelii Gaudium, Laudato Si’ y Fratelli Tutti, se atrevió a decir lo que muchas voces eclesiásticas aún callan: que el capitalismo sin límites es incompatible con el Evangelio de Jesús.
Pero también es tener el valor de nombrar lo que quedó pendiente. Sus palabras proféticas sobre los migrantes, por ejemplo, llegaron cuando muchas vidas ya habían sido desarraigadas, deportadas, separadas. Las mujeres seguimos esperando más que gestos simbólicos: queremos estructuras eclesiales donde podamos discernir, decidir y presidir. Las víctimas de abusos sexuales por parte del clero siguen aguardando justicia integral, más allá de comisiones o discursos. Y las comunidades más vulnerables aún resisten, con fe y sin privilegios, esperando una Iglesia que no solo esté con ellas, sino que sea verdaderamente de ellas.
Por todo esto, la tentación de convertir su legado en un altar puede ser fuerte. Pero la mejor forma de honrar a Francisco es no detenernos en su tumba. Es tomar lo que sembró y llevarlo más allá. Es pasar de la sinodalidad declarada a la corresponsabilidad real; del clamor por los pobres a la renuncia a los privilegios; de los gestos compasivos a las reformas valientes. Es preguntarnos qué Iglesia estamos construyendo… y para quién.
No queremos una Iglesia que canonice por nostalgia, sino una que continúe por compromiso.
El gesto que resumió el espíritu de Francisco fue el de arrodillarse para lavar los pies del mundo. Ese gesto no debe volverse símbolo congelado, sino práctica viva. Francisco nos mostró que es posible una Iglesia más humana, más encarnada, más misericordiosa. No perfecta, pero en camino.
Hoy, la pregunta no es si será canonizado. La verdadera pregunta es: ¿estamos dispuestos a recoger lo que él no pudo terminar? Porque su herencia no está en su imagen… Está en la tarea inacabada que ahora nos toca a nosotras y nosotros asumir. Y si queremos honrarlo de verdad, entonces arrodillémonos también. No ante su figura… sino ante el sufrimiento del mundo.