#pascuafeminista2025 “El Padre espiritual que me habló al corazón”

| Carolina Vila Porras
En Francisco no solo he encontrado al obispo de Roma, sino al hermano universal, al pastor con olor a oveja, al profeta que, como Jesús, camina entre los pobres con sandalias desgastadas y ojos encendidos por el Evangelio.
Para mí, Francisco fue también el Papa de la alegría. No una alegría superficial, sino esa alegría honda que nace de vivir el Evangelio y que resiste incluso en medio del dolor. Su sonrisa sencilla, su cercanía espontánea y su manera de hablar del amor de Dios como buena noticia me recuerdan constantemente que la fe es un don que engendra vida. Él ha sabido devolvernos la alegría de ser Iglesia.
Lo que más me ha impactado de su vida no han sido sus títulos, ni los gestos espectaculares que recogen los medios, sino su coherencia silenciosa, su ternura con firmeza, su capacidad de nombrar lo innombrable sin condenas, abriendo siempre horizontes de gracia. Me ha marcado profundamente su manera de vivir la autoridad como servicio, sin buscar honores ni escudos, sino exponiéndose con mansedumbre en medio de un mundo desgarrado.
Recuerdo que una vez dijo, con una de esas frases: “La verdadera revolución es la de la ternura”. Y comprendí entonces que Francisco no era un Papa de laboratorio, sino un hombre herido por el sufrimiento de la humanidad. Un hombre que se ha dejado evangelizar por las periferias, por los descartados, por los pequeños.
Me conmovió saber que eligió el nombre de Francisco no solo por San Francisco de Asís, sino por todo lo que esa figura representa: una Iglesia pobre, libre, entregada, abierta al diálogo con todos, reconciliada con la creación. Eso no fue un gesto estético. Fue una confesión de fe. Desde ese día, yo también quise soñar con una Iglesia “en salida”, como él la llamaba, sin miedo a ensuciarse las manos en las heridas del mundo.
Su vida de oración, su cercanía con los descartados, su insistencia en la misericordia como corazón del Evangelio, y su incansable llamado a la sinodalidad, me han hecho replantearme muchas cosas como creyente, como mujer, como teóloga. Francisco me ha impulsado a seguir creyendo que el Espíritu sigue haciendo nuevas todas las cosas.
Me resultó particularmente conmovedor su modo de mirar a las personas. No desde arriba, sino desde dentro. Francisco tuvo la capacidad de escuchar con profundidad, de abrazar con palabras que sanan y de proponer sin imponer. Su forma de vivir la pobreza evangélica —no como una ideología, sino como una opción concreta de vida— me ilumina en mi modo de seguir a Jesús.
Hoy sé que no basta con admirar a Francisco. Es necesario encarnar su llamada, su ejemplo y atrevernos también a soñar con una Iglesia que, en sus palabras, “no sea una aduana, sino la casa paterna y materna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (Evangelii Gaudium, n. 47).
Francisco no fue perfecto. Pero fue, sin duda, uno de esos hombres en los que el Evangelio ha echado raíces verdaderas. Y por eso, al pensar en su vida, me nace una oración sencilla: “Gracias, Señor, por este Papa que nos recuerda con su vida que Tú acompañas siempre a tu Iglesia”.
Y en silencio, al contemplarlo, también yo me siento llamada a ser testimonio. Porque a veces, basta un solo testigo auténtico para que el corazón vuelva a arder.
Carolina Vila Porras
Profesora de la Escuela de Teología
Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico