Las finanzas vaticanas y el último libro de Simonetta Greggio La dolce vita

(Ángel Aznarez, notario).- Se cuenta que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo deseaban hacer una excursión. El Padre propuso ir a Jerusalem, a lo que el Hijo se opuso al no conservar de esa ciudad agradables recuerdos. El Padre sugirió visitar Roma e ir a la plaza de San Pedro, a lo que el Espíritu Santo, con entusiasmo, dijo sí, pues nunca en ella había puesto los pies.

La dolce vita puede ser muchas cosas. Puede ser, en primer lugar, una película del genial Federico Fellini, en la que se mezcla lo pueblerino con lo cosmopolita; es un drama y comedia para llorar y reír, con descripciones o retratos realistas o de fantasía de las almas y de los cuerpos de una decadente burguesía, aristocracia y de advenedizos, demostrando el dicho chino de que las sociedades, como los peces, empiezan a corromperse por la cabeza. Ahora, esa película tan premiada en Cannes en 1960 se puede ver, para lo cual los listos la piratearán en la red y los demás, los otros, la comprarán en un centro comercial.

La dolce vita puede ser una sensación o estado psicológico de un cierto bienestar, más en las orillas o márgenes que en el centro; bienestar provocado por potentes dosis de anestesias mezcladas -antes denominadas «panem et circenses»-, inyectadas unas por las élites políticas para mandar más y más, impunes (o sin límites), e inoculadas otras (anestesias) por financieros para que, en sus apropiaciones indebidas, no se vea la violencia o el escalamiento, pues entonces se llamaría robo y con la ventaja de que «pecunia non olet» (el dinero no huele).

Steiner, que así se llama el personaje suicidado en la película de Fellini, lo advierte: «Estás tan arriba, como un pináculo gótico, que ni siquiera oyes las voces de los demás». Y eso recuerda la letra y música de la canción «Más circo, más pan» del grupo pop español «Amistades Peligrosas»: «Porque el que parte nunca reparte, parte del pastel, y si la cosa va mal a callar, lalarí... lalará». (Este párrafo, para tener más tono felliniano, debería leerse con acompañamiento musical de cascabeles o de carracas).

«Dolce Vita (1959-1979)» puede ser, en tercer lugar, un libro escrito por la italiana Simonetta Greggio, de reciente publicación, en el que dialogan un esteta y aristócrata italiano, de ochenta y cinco años y muy enfermo, y un jesuita, muy estricto y ambiguo. El aristócrata, en su mansión mediterránea de Torre Cane, Ischia, con vistas al fondo de la blanca isla de Capri, el ruido de las olas y los gritos de las gaviotas copulando, se confiesa al jesuita antes de recibir el sacramento de la unción de los enfermos, recordando los más importantes episodios de su vida y de Italia.

La escritora da a su libro la forma de novela, advirtiendo desde el principio: «Todos los acontecimientos y las personas de este libro son reales salvo los dos personajes principales, el príncipe Emanuele Valfonda y su confesor, el jesuita Saverio, de ficción ambos, aunque inspirados en personas reales» (las precauciones y miedos de la autora son comprensibles, si se tiene en cuenta que, por los hechos graves ocurridos en Italia entre 1959-1979, contados en el libro, aún se producen desapariciones «misteriosas»).

Antes de entrar en los meollos del libro es precisa una aclaración previa: el autor de este artículo no padece de arrebatos «conspiranoicos»; por el contrario, suele creer en las llamadas «verdades oficiales». Así, cree que Bin Laden es muy malo y muy feo; cree que los grandes atentados del primer decenio del nuevo siglo, atribuidos a Al Qaeda, incluido el nuestro, son autoría de Al Qaeda, aunque, con rapidez, debe revelar una mentira relacionada con el atentado de Karachi (explosión en la capital de Pakistán causando la muerte el 8 de mayo de 2002 de quince trabajadores franceses pertenecientes a la Dirección de Construcciones navales de Cherbourg, ciudad de paraguas).

La sorpresa fue al leer en el semanal «Le Nouvelle Observateur» (número 2403, de 25 de noviembre de 2010, páginas 56 y siguientes) que ese atentado, atribuido a Al Qaeda, en realidad fue causado por los militares pakistaníes, muy enfadados, porque las comisiones prometidas a ellos por los franceses con ocasión de la venta de submarinos volvieron a Francia en forma de retro-comisión, sirviendo presuntamente para financiar la campaña electoral del candidato Balladur a la Presidencia de la República en 1995 (el portavoz de la campaña era el gigante Sarkozy). En resumen: lo que se atribuyó a Al Qaeda fue una venganza del «killer» Chirac contra Balladur, el de mayor papo o papada en toda La Republique.

Muy pronto en el libro de Simonetta sale el Vaticano, y sale con ocasión del rifirrafe que causó la película de Fellini entre, de una parte, los cardenales Montini y Siri, el Santo Oficio, y, de otra parte, los jesuitas; los primeros juzgaron pecadora la película y los segundos la defendieron. Las escenas iniciales, en las que en helicóptero se transporta hacia la plaza de San Pedro una estatua monumental de un «Cristo» fueron calificadas por la cúpula vaticana de irrespetuosas; por eso y por otras escenas, «La dolce vita» fue rebautizada: «La Sconcia Vita».

La disputa fue de tal cariz que hasta el Papa Juan XXIII tuvo que quitarse de en medio, teniendo que esconderse, no obstante su anchura, entre los cortinajes amarillos y blancos de las balconadas de su Palacio apostólico, para no recibir a Fellini ni en penitencia, lo cual, a éste, causó mucha tristeza, pues era muy sensible.

El libro cuenta cosas terribles de Pablo VI, pero, teniendo en cuenta que este angélico escritor, no Simonetta, es papista, montiniano e hijo de la Santa Madre, no le da la gana contarlas ahora. Con repetición aparece en el libro el llamado, con pecado, «Trío del Ave María», formado por el Arzobispo Marcinkus y los también banqueros Michel Sindona y Roberto Calvi, estos dos últimos suicidados, uno por beber cianuro de potasio y otro por colgarse de un puente.

Monsignore Marcinkus, que murió en Chicago sin misereres y milagrosamente en la cama, fue el banquero del Vaticano y jefe de seguridad del Venerable Juan Pablo II, con el que tanto se fotografió en un tiempo en que Monsignore ya era asiduo de la meretriz Sabrina Minardi. Ese Marcinkus tuvo (según cuenta Simonetta en la página 314) enfrentamientos con el entonces Patriarca de Venecia, Albino Luciani (luego Juan Pablo I), que datan de 1972, con motivo de la cesión del 37% de las acciones de la Banca Católica de Venecia, en posesión del IOR al Banco Ambrosiano de Roberto Calvi, cesión realizada sin consultar a los obispos del Véneto.

Ganas, pues, se tenían ambos, siendo natural que pasara lo que pasó, en combate desigual, pues mientras el Arzobispo repetía que «la Iglesia no se gobierna con Ave Marías», el otro, Juan Pablo I, hacía teología de género («Dios es Padre, pero sobre todo Madre»). Y en estos tiempos, en que las finanzas vaticanas presentan cada vez más un «quadro generale di perdurante difficoltá», el banco vaticano sigue dando muchos «quebraderos», siendo muy interesantes para el estudio (en ello estamos) la Ley del Estado de la Ciudad del Vaticano concerniente a la prevención y represión del blanqueo proveniente de la actividad criminal y el financiamiento del terrorismo, y la denominada Carta apostólica en forma de Motu Proprio para la prevención de las actividades ilegales en el campo financiero y monetario, promulgadas por mi bendito Benedicto el 30 de diciembre último.

Pier Paolo Pasolini, «loca» del poder y del sexo, siempre defendió «La dolce vita» de su admirado Fellini, calificando las críticas de «propias de clérigos fascistas romanos y de moralistas capitalistas». Es en «Dolce Vita» de Simonetta Greggio donde se descarta la versión oficial del asesinato de Pasolini a manos del muchachito «la Rana», aventurándose dos posibilidades: o asesinado por una trama negra al grito de «comunista y pederasta» o asesinado por una trama negra y roja por saber y confesar saber demasiado (en su libro inacabado Petrolio cuenta que descubrió las claves de los asesinatos de Enrico Mattei y del periodista Mauro de Mauro).

Nada nuevo aparece en «Dolce Vita» sobre el asesinato de Aldo Moro, acerca del cual escribimos aquí el domingo 24 de octubre de 2010 con el título Francisco C. o Francesco Cossiga), pudiendo en el libro de Simonetta releerse las conocidas cartas que Moro, en cautividad, envió a su esposa, «mia dolcissima Noretta», terminando la última así: «El Papa (Pablo VI) no ha hecho gran cosa, tal vez tendrá por ello remordimientos». Reaparece Kissinger (el mismo que tanto viajó a España en los años setenta) entrevistándose con Moro y pidiéndole explicaciones sobre el «compromesso histórico» con los comunistas.

Y el libro concluye con una línea dedicada a Berlusconi, aún vivo y «coleando» a lo bestia: «En la Logia P2, Silvio Berlusconi estaba inscrito con el número 1816». ¡Qué de crímenes, Dios mío, se cometieron en Italia y en otros países mediterráneos en los años setenta del siglo XX por razones geopolíticas, es decir, para que el reparto de Yalta entre la Europa libre y la Europa comunista no se alterara, y todo ello en plena dolce vita!

Si un escritor, italiano y dieciochesco, escribió: «Italia es terrible por la corrupción, pero extraordinaria por la cocina», un cocinero, estrella de la extraordinaria cocina española, no constando relación con la terrible corrupción, ha escrito: «Hay que pecar. Y después... tan sólo arrepentirse». Eso lo escribió después de mirar maravillado a un huevo, un huevazo, de zancuda avestruz.

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